lunes. 26.08.2024
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Herbert Marcuse en “Eros y civilización” nos indica las causas íntimas y psicológicas de la represión en la sociedad capitalista avanzada. Fundamentalmente, y apoyándose en Freud, afirma que el cuerpo reprimido actúa como instrumento de trabajo en una sociedad que está organizada contra su liberación. Liberación, tanto instintiva como intelectual, que constituye un problema político y que demanda una teoría de los cambios y precondiciones necesarias para realizar esta liberación que tendría que ser una teoría del cambio social. El desarrollo irreprimido del cuerpo erotizaría el organismo hasta tal grado que actuaría contrariamente a la desexualización del organismo necesaria para la utilización social de éste como instrumento de trabajo. Como anuncia Norberto Bobbio, la interpretación benévola, optimista, de la despolitización a la que parecen destinadas las sociedades de masas por los excesos de conformismo, de una despolitización vista en su aspecto político, en que se entiende por política el momento opresivo y represivo de la sociedad. La posmodernidad ensayó todo género de argucias ideológicas para desorganizar a la clase trabajadora, deprimirla en todas sus fuerzas transformadoras y desfigurar las tesis históricas emancipadoras. En este momento ahistórico, por tanto, de lo poshumano -el individuo ya no es centro ni protagonista de nada-, el pensamiento es orillado, desmerecido y permutado por el cuerpo y su referencia estadística. El individuo se diluye apartado de cualquier experiencia intelectual de tal manera que, como afirma la artista Lynn Hershman Leeson, se convierte en sus propios datos.

La posmodernidad ensayó todo género de argucias ideológicas para desorganizar a la clase trabajadora y deprimirla en todas sus fuerzas transformadoras

En estos contextos, el sistema político hace aguas, no porque sea un sistema representativo, sino porque no lo es bastante. Todo ello construye los elementos subyugantes de una sociedad que favorece la distribución jerárquica de la escasez y el trabajo. Sin un relato de cambio social emancipador, el conservadurismo más radical fomenta esa fragmentación de la historia que moldea las consciencias con una realidad inexistente. El neoautoritarismo proclama defender la libertad porque alienta, expande y multiplica la difamación, el odio, la homofobia, la mentira. “Libertad para llamar negro al negro” sería una de las consignas. Insólitamente Alfonso Guerra hablaba de censura cuando afirmó: “A mí me dan mucha pena los humoristas. Ya no pueden hablar de nada. Antes había (chistes) de homosexuales, de enanos, de todo. No ahora no.” Y es que en la sociedad capitalista la gente ha sido coordenada y reconciliada con el sistema de dominación hasta un grado imprecedente.

Las instituciones que son expresión de la democracia se restringen cada día más, como el caso del parlamento constreñido en una sociedad donde las grandes decisiones son tomadas por un poder privado. Esta decadencia de la política democrática promueve otro fenómeno consustancial al populismo fascista: el mito de unos valores de orden superior a la voluntad mayoritaria de la sociedad y a sus necesidades reales y que sólo son interpretables e implementables desde una visión providencialista. La extravagancia de una metafísica posmoderna que admite una realidad fragmentada y fragmentaria con su imposible progreso y carencia de especificidad histórica produce monstruos intelectuales y aberraciones políticas y sociales. Ante ello, una posición radical-emancipadora auténtica no se repliega o retrocede frente a semejantes situaciones de peligro: consciente de los horrores que éstas suponen, se atreve a usarlas como oportunidades para el cambio social. Cuando Mao Zedong dijo: “Hay un gran desorden bajo el cielo, y la situación es excelente”, quería señalar un hecho que puede ser articulado con precisión en términos lacanianos: la inconsistencia del Gran Otro abre el espacio para el acto.

Eros y civilización