jueves. 08.08.2024
Solipsismo_caricatura 1

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Sabido es que Vicente va donde va la gente. Ríos de Vicentes y Vicentas, con sus Vicentitos y Vicentitas, inundan las calles comerciales y las plazas fastuosamente alumbradas en cuanto se presenta la ocasión. Fines de semana, fiestas de guardar o puentes se traducen en un incesante ir y venir de consumidores. Si aparentemente se encaminan a un destino, en realidad vagan sin rumbo, teledirigidos y zombificados por sociedades anónimas y fondos de inversión.

Mientras millones de euros se cuelan por el desagüe de compras compulsivas y sin sentido, ni común ni de ninguna otra especie, los cimientos de la Sanidad pública se tambalean. Personal insuficiente y agotado, penuria económica crónica, medios escasos y obsoletos son solo algunas de sus grietas. Hoy curar en España es llorar. Las suturas de catgut que, mal que bien, mantienen en su sitio los remiendos del Sistema Nacional de Salud, amenazan con saltar en cualquier momento.

El solipsismo moral es uno de los distintivos de nuestra época posmoderna y neoliberal

Entretanto, se dilapidan millones en absurdas competiciones sobre quién tiene más bombillas, más brillantes y durante más kilómetros. Estos despilfarros del erario municipal suceden en las mismas ciudades donde crecen las colas del hambre, ante las cuales el equipo de gobierno mira hacia otro lado. Solamente cuando el marrón es muy sonado y sale en la prensa, se apresuran a declarar que ya están en ello. Pero ni están ni se los espera. Y los ciudadanos hipnotizados acuden cual polillas, prietas las filas, a contemplar esas orgías de fotones para consternación de enfermeras saturadas.

El solipsismo moral es uno de los distintivos de nuestra época posmoderna y neoliberal. El absoluto desprecio al prójimo, incluso la ignorancia de su existencia, es una consigna marcada a fuego en las conciencias. La circunferencia puede definirse como el lugar geométrico de todos los puntos del plano que equidistan de uno interior llamado centro. Si el centro fuera uno de nosotros, sería el único lugar del plano del que equidistan todos y cada uno de los puntos de la circunferencia. El individuo es lo que cuenta.

No debería entonces extrañarnos que tantos entiendan por libertad lo que no es más que su imaginario derecho a satisfacer sus antojos, pese a quien pese y caiga quien caiga. Para ellos ha perdido cualquier conexión con el resto del género humano: comienza y termina en su persona. Ya no tiene que ver con igualdad, fraternidad o solidaridad, esas fantasías socialcomunistas. Ni siquiera con la caridad, aquella antigualla cristiana. Pues notorio es que los demás son vagos y maleantes a los que de ningún modo está uno dispuesto a mantener con su trabajo y su dinero.

Claro que tales ideas no le vienen de la nada. Día a día, la florida retórica publicitaria las ha insertado y fijado en su cerebro. Bancos y fabricantes de automóviles venden libertad, empresas de mercadeo online llevan como producto estrella la felicidad, gigantes cosméticos otorgan por unos euros belleza y juventud eternas. Todos ellos son culpables del deterioro de unas palabras a las que maltratan y de los conceptos que en tiempos vehiculaban. Añádase el innoble e interesado uso político y mediático del lenguaje, y tendremos el caldo de cultivo adecuado para que la mentira, la irracionalidad y la alucinación se conviertan en alimentos de masas.

En El oficio de vivir, Pavese anota: «La religión consiste en creer que todo lo que nos sucede es extraordinariamente importante. Nunca podrá desaparecer del mundo, por esa misma razón». El Espectáculo propiciado por la sociedad de consumo del capitalismo tardío ha usurpado esa función y la ha hecho suya. Simultáneamente, ha cortado por lo sano las tentaciones de comunidad y solidaridad que aún latían, muy al fondo, en el cristianismo. Al convencer a cada individuo en particular y a todos en general de que su propio capricho hace ley y debe prevalecer contra viento y marea, los lanza unos contra otros en una lucha sin cuartel y sin fin.

Desde sus elegantes y sombreadas tribunas, los patricios contemplan satisfechos cómo combaten entre polvo, sudor, hierro y redes bajo el duro y cegador sol de mediodía. Ellos y ellas gozan sobremanera del sangriento evento, sobre todo cuando los contendientes se destripan hasta quedar inertes sobre la arena persiguiendo un falso sueño de gloria.

No es frecuente, dice el procónsul volviéndose hacia Irene, que dos gladiadores de ese mérito se maten mutuamente. Podemos felicitarnos de haber visto un raro espectáculo (Cortázar Todos los fuegos el fuego).

Luego pasarán los esclavos a retirar los cadáveres. El público abandonará el anfiteatro comentando los lances más interesantes. A no tardar, se programarán nuevas funciones para solaz de grandes y chicos. Los de siempre, arrellanados en poltronas provistas de suaves cojines, decidirán sobre la vida y la muerte. Y la mayoría seguirá sumida en el estupor, disfrutando de su pan y su circo.

Libertad umbilical