domingo. 30.06.2024

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Comunicación e información son un juego de interpretaciones en el cual vence la más repetida, la que cala en más gente o la preferida por las élites. Los políticos y sus sicarios los tertulianos se permiten eludir toda responsabilidad ética, y desde luego el deber de decir verdad, la antigua parresia, sin que nos sorprendamos. Empresas y bancos engañan a sus clientes a base de ambigüedades, ocultaciones o trolas descaradas. Eso no significa que ese nuevo concepto de posverdad corresponda a hechos objetivos. Pocos términos revelan con mayor claridad el papel del pensamiento posmoderno como ideología de la sociedad del espectáculo consumista, del capitalismo tardío. 

Los intelectuales orgánicos del Sistema disfrazan la posverdad de crítica constructiva, una especie de corrección de la creencia en el carácter absoluto de la verdad, pero en realidad es una coartada para entronizar la mentira como alimento espiritual de las multitudes. Se asevera que hay distintas verdades, todas igualmente válidas, lo cual implica que se acabará considerando verdad la de aquél que tenga más capacidad de imponerla. Sin embargo «la verdad es la verdad, la diga Agamenón o la diga su porquero» (Machado: Juan de Mairena). Se busca acumular medias verdades, semifalsedades, restricciones mentales y patrañas destinadas a consolidar la fe en las bondades del tinglado vigente, y la desconfianza hacia lo que pueda contestarlo. Los creadores de opinión son muy conscientes de la validez del aforismo de Lichtenberg «Casi todos los hombres fundan su escepticismo respecto de una cosa en la fe ciega en otra». 

Pocos términos revelan con mayor claridad el papel del pensamiento posmoderno como ideología de la sociedad del espectáculo consumista, del capitalismo tardío

El juego de la equidistancia con las interpretaciones, la no jerarquización de las diversas verdades, lleva a la postre a la negación de certidumbres éticas, ya que difícilmente vamos a poder postular leyes de aplicación universal. Incluso preceptos tan rotundos como no matar pueden, o hasta deben ser conculcados en circunstancias dadas, por ejemplo, para salvar la propia vida, la de los allegados o la de personas inocentes. Pero estamos ante un sofisma, ya que la verdad moral no es una idea abstracta. Aparece cuando es necesario elegir, y es la opción tomada la que responde a ella o no, sin que esto suponga que solo existan dos caminos. No se trata de Hércules en la encrucijada. Hay unos principios verdaderos y otros que no lo son. 

En este momento histórico encontramos especímenes que, guiados por una combinación de ingenuidad y mala fe, se dedican a generar, muchas veces a bote pronto, un cuerpo teórico diseñado para respaldar los desmanes del Sistema imperante. Son expertos en presentar la injusticia como un mal menor, un corolario insalvable. Cuando su argumentario es desarbolado por la terca realidad, intentan escabullirse culpando a sujetos particulares, a presiones externas, a imprevisibles anomalías. Si se ven compelidos a dar explicaciones, recurren a variantes de la Ley de Murphy –si algo es susceptible de salir mal, saldrá mal–, con o sin acompañamiento del chascarrillo sobre como la tostada siempre llega al suelo por el lado de la mantequilla. 

Si alguien cuestiona lo establecido, los monaguillos del Poder acuden en tropel para calificarlo de ‘residuo de otras épocas’, si no de ‘visitante de otro planeta’

Pero lo que subyace a ciertos estropicios en política y economía tiene más que ver con el Principio de Peter: en una estructura jerarquizada, un individuo tiende a ascender hasta ocupar un puesto que excede ampliamente su nivel de competencia. La misión de los ideólogos de los amos (Chomsky) es proporcionar una pátina de racionalidad académica a lo que son meros abusos, convencernos de que todo está en orden y de que la indignación de los disidentes es la pataleta de un niño enfadado con lo inevitable.

Especialmente desoladora, por representar una catástrofe ética, es la extinción de la figura del intelectual crítico. Esta nueva traición de los clérigos, por hablar como Benda, deja el campo libre al imperio de la mentira y la falsedad. Quienes deberían alzar su voz en defensa de la decencia y la justicia optan por ponerse de perfil, cuando no por apuntarse a la santa cruzada del statu quo. Y si alguien cuestiona lo establecido, los monaguillos del Poder acuden en tropel para calificarlo de residuo de otras épocas, si no de visitante de otro planeta. Luego vuelven a su oficio de hacer oscilar el botafumeiro para incensar a sus señores. 

Pero la función del intelectual es incordiar, «el espíritu crítico no debe abandonar sin combatir el espacio público a los fantoches y los charlatanes» (Thea Dorn en Die Zeit). Eso es lo que está pasando. En todos los foros se permite a nulidades soltar necedades y asnadas sin que nadie denuncie su estulticia. El nivel del debate ha alcanzado profundidades abisales de insignificancia. Sacarlo de ahí supone un esfuerzo conjugado de inteligencia y voluntad costoso, aunque imprescindible.

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