martes. 16.07.2024
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La sorprendente reacción de la izquierda francesa en la segunda vuelta de las elecciones legislativas ha puesto de manifiesto lo fructífera que puede ser la unidad entre ideologías no coincidentes cuando se comparte un adversario común al que se quiere dejar fuera de juego.

En sólo una semana el exiguo pero suficiente resurgimiento del partido de Macron y la sorprendente coalición de izquierdas del Nuevo Frente Popular, han dejado constancia de que la derecha tradicional del país vecino no es proclive a dejarse arrastrar por la ideología tóxica de la ultraderecha de Marine Le Pen, líder de un partido que necesitaba mayoría absoluta como única forma de llegar al Gobierno. Al no lograrlo y como respuesta a la decisión de los votantes, el destino político de Francia ha quedado en manos del macronismo y del Nuevo Frente Popular.

Una vez más, el ejemplo del centro y la derecha moderada francesa ponen en evidencia a la imagen del PP español, un partido que no aplica un cordón sanitario alguno a la ultraderecha y gobierna con ella en varias comunidades autónomas, de lo que se deduce que si hubiera conseguido unos pocos votos más en las últimas elecciones, Santiago Abascal sería hoy el vicepresidente del Gobierno de España.

Pero regresemos de nuevo a Francia y constatemos que, hoy por hoy, a la ultraderecha de Le Pen le no le queda otra que aguantar una década para intentar de nuevo un asalto al Elíseo. Mientras tanto la atribución de designar un nuevo primer ministro recae en el presidente Macron. Consecuentemente, los principales dirigentes del NFP, entre ellos Jean-Luc Mélenchon y el secretario general socialista, Olivier Faure, ya han reivindicado que esa atribución recaiga en un miembro de la coalición de izquierdas. Por su parte el macronista Gabriel Attal, hasta ahora primer ministro, ya ha anunciado al presidente su dimisión.

Que penoso resulta que el PP se encuentre en la onda de otros partidos conservadores del sur de Europa

Es lamentable que mientras los franceses viven en un país envidiable donde hay de sobra votantes de derechas con un alto sentido de la decencia, muy probablemente Alberto Núñez Feijóo no se negara a pactar con Vox ni con Alvise (si sumaran los votos suficientes) con tal de ser presidente antes de que Díaz Ayuso le ninguneara lo suficiente para abatirlo en la reñida carrera a la Moncloa. Que penoso resulta que el PP se encuentre en la onda de otros partidos conservadores del sur de Europa —como Italia o Grecia— donde los cimientos democráticos no son lo suficientemente firmes para impedir los pactos con la extrema derecha. 

Reflexionando sólo un poco, tal vez la causa de lo que nos diferencia de los franceses en el delicado asunto de los pactos peligrosos, se encuentre en la historia reciente, pues así como Francia luchó contra el fascismo y lo derrotó, pocos años antes, mediante un golpe estado, el fascismo campó a sus anchas en España y lo hizo demasiado tiempo. Estos argumentos son más que suficientes para entender porqué los partidos conservadores galos no pactan con la extrema derecha, mientras que  en la derecha española hay un sector que aún siente nostalgia de un pasado donde había libertad sin libertinaje, donde la gente de bien eludía impuestos, explotaba a las clases desprotegidas, iba a misa cada domingo y fiesta de guardar, abominaba en público ciertas y presuntas aberraciones sexuales que ellos practicaban a escondidas, y así un largo etcétera de exhibiciones de bonhomía patriotera de la que todavía muchos hoy, y no precisamente de clases privilegiadas, dan fe luciendo pulseras en sus muñeca y banderas en sus balcones. 

Tal y como Fraga Iribarne dijo en los años sesenta, Spain is different!, un eslogan creado para que llegara turismo a un país sometido a una dictadura donde nada parecía más interesante que ponerse cara al sol, palmear el flamenco y veranear en las playas.

¡Vive la France! (Y vivan las derechas que no pactan con el fascismo)