martes. 16.07.2024
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Joaquín Ramón López Bravo | 

El pasado 3 de julio de 2024 la princesa Leonor recibía de manos de su padre, el rey Felipe VI, el nombramiento de dama alférez cadete con el que cierra su primera etapa de formación castrense, en la Academia General Militar de Zaragoza. En el mismo acto su padre le ha impuesto la Gran Cruz del Mérito Militar con distintivo blanco.

Este acto me suscita, como ciudadano de a pie, varias cuestiones, especialmente en dos direcciones: la necesidad de que la heredera de la corona deba ser instruida en todo lo militar y la igualdad real de todos los españoles ante la ley, incluidos los miembros de la Familia Real.

He de señalar, a los efectos de que nadie se sienta estafado si decide continuar la lectura de estas reflexiones, que soy de profundas convicciones republicanas. Tal vez ese sea el motivo por el que no comparto las cortesanas afirmaciones sobre las virtudes que rodean a la Familia del Rey en general y las que adornan a la princesa en particular.

Me llama especialmente la atención que la heredera, o en su caso el heredero, tenga que llevar a cabo una especie de servicio militar exprés pasando por las academias de los tres ejércitos (tierra, armada y aire) para completar una formación de cuya utilidad y profundidad dudo.

Su utilidad, más allá de tener compañeros de armas que eso parece que une bastante, es sencillamente inexistente. No tendrá nunca que utilizar sus conocimientos en el mando de las tropas, pues todas sus acciones como Jefe del Estado en el futuro, incluidas las que pueda tomar durante un conflicto, serán responsabilidad del poder Ejecutivo. En efecto, según la ley orgánica de la Defensa Nacional (LO 5/2005, art. 6), corresponde al presidente del Gobierno la autoridad, entre otros, para “ordenar, coordinar y dirigir la actuación de las Fuerzas Armadas...”. Es decir, la cadena de mando termina en el jefe del Ejecutivo.

El mando supremo de las Fuerzas Armadas que la Constitución confiere al Rey tiene un carácter meramente simbólico

En lo práctico, pues, no planificará la actuación durante un conflicto sino que serán los técnicos correspondientes quienes ejecuten el tipo de actuaciones, la forma de emprenderlas, las fuerzas a emplear, etc., que el Gobierno decida. El mando supremo de las Fuerzas Armadas que el artículo 62 de nuestra Constitución confiere al Rey, tiene un carácter meramente simbólico, aunque les pese a algunos militares nostálgicos de tiempos pasados. Tanto para declarar una guerra como para firmar la paz necesita del mandato de las Cortes (dice el artículo 63.3 de la CE la “autorización”, un término menos agresivo) y para cualquier disposición del refrendo del miembro del Gobierno o las Cortes que procesa según el artículo 64 de la CE. Por cierto que el “refrendante” se responsabiliza de los actos del rey. No quisiera estar en el pellejo de quien refrendó algunos actos y actuaciones del emérito. Si es que hay alguien, claro.

En cuanto a su profundidad, la princesa de Asturias, si llega a reinar, tampoco tendrá incidencia alguna en el día a día de las Fuerzas Armadas, más allá de presidir actos y entregar recompensas como, por otra parte, hace en otros muchos campos de la sociedad. Ni siquiera podrá actuar en el hipotético caso de detectar alguna anomalía funcional dentro de las Fuerzas Armadas. Deberá ponerlo en conocimiento del Gobierno que actuará de la forma en que considere más oportuno. El rey reina, pero no gobierna.

El paso de la persona heredera de la Corona por las academias militares es un anacronismo absoluto, el mantenimiento de una tradición cuyos fundamentos en el actual estado de cosas han desaparecido. Un Jefe de Estado no necesita pasar por las academias militares ya que su misión no es dirigir los ejércitos como podría serlo hasta el siglo XIX. Claro que en España la dirección militar por parte del jefe del Estado se ha prolongado hasta casi el final del XX, pero esa es otra historia. No puedo imaginar que, a un presidente de República, tan jefe de Estado -y con mayor legitimidad democrática- como un rey , se le exija haber pasado unos años por una formación militar para ser elegido.

Los ritos tradicionales dan sensación de continuidad, pero encorsetan el progreso

Me temo que, como en tantas otras cosas de la situación actual, se trata de una “peaje” establecido durante nuestra Transición para contentar a un estamento militar levantisco (como tuvo ocasión de demostrar en varias ocasiones al inicio del periodo democrático) y apegado a tradiciones injustificables desde un punto de vista práctico y real. Los ritos tradicionales dan sensación de continuidad, pero encorsetan el progreso.

En cuanto al segundo grupo de mis desvelos, se refiere al hecho de que a la princesa Leonor le haya sido concedida la Gran Cruz del Mérito Militar con distintivo blanco. La concesión de recompensas en el Ejército está sometida a unas reglas precisas que se recogen en el Real Decreto 1040/2003, de 1 de agosto, por el que se aprueba el Reglamento general de recompensas militares.

En este Reglamento y en concreto en su título IV, se establecen el ámbito y distintivos de esta recompensa, el objeto y mérito para la concesión de las mismas, el procedimiento de concesión e imposición de estas cruces, sus derechos inherentes y la descripción física de las mismas.

Por lo que se refiere a los méritos generales para ser otorgadas, el ámbito objetivo es “…recompensar y distinguir individualmente a los miembros de las Fuerzas Armadas … por la realización de acciones y hechos o la prestación de servicios de destacado mérito o importancia…”.

Pese a la abundante información recibida a través de los medios de comunicación “cortesanos” sobre el desarrollo del curso de la princesa Leonor no me consta que se nos haya expuesto ningún “servicio de destacado mérito o importancia”. Como el resto de sus compañeras y compañeros, ha ejecutado las maniobras que le han sido ordenadas, ha asistido a las clases previstas, e incluso alguna vez ha tenido que saltarse alguna actividad por ostentar una representación institucional. El único “mérito” que le cabe es ser princesa de Asturias, que por lo demás no debería ser motivo para otorgarle una distinción diferente al resto de sus compañeros, a menos que admitamos una diferencia “de cuna” superior a la “igualdad por la ley” que establece la Constitución.

Tampoco parece que el ámbito subjetivo se aplique aquí, ya que en éste entran (para la Gran Cruz) solamente los “oficiales generales” y en el caso de civiles, personas de especial relevancia, aunque no se exprese así específicamente, pero se deduce del hecho que para obtener la Gran Cruz hay que atender al “… rango institucional, administrativo, académico o profesional de la persona recompensada …”. No cabe duda que tiene un rango institucional elevado, pero si las funciones del rey son de mera representación, las de la princesa de Asturias son de mucho menor trascendencia.

Rota la apariencia de igualdad ante la Ley en cuanto a los ámbitos objetivo y subjetivo, cabría pensar si en la preparación del informe preceptivo para la concesión de la gran cruz se ha detectado algún mérito que no se revele a simple vista.

El procedimiento es largo y complejo, Se inicia con una “… propuesta inicial formulada por escrito del jefe de la unidad, centro u organismo al que pertenezca o en donde preste sus servicios el interesado…”, que “… se elevará por conducto reglamentario al Jefe del Estado Mayor de la Defensa, al Subsecretario de Defensa o al Jefe del Estado Mayor correspondiente, y será sucesivamente informada por los mandos militares intermedios…”.

La autoridad que corresponda de las citadas elevará “… al Ministro de Defensa la propuesta inicial … cuando se conceda como Gran Cruz…”, y el ministro  propondrá al Consejo de ministros la concesión de la Gran Cruz, que, previa deliberación, acordará la concesión (o no) de la recompensa.

Tengo muy serias dudas de que el procedimiento se haya respetado, más allá de un puro respeto formal (si es que se ha producido) y que la propuesta inicial recoja las acciones que ameritan la concesión de la gran cruz para que cualquiera pueda acceder con los permisos debidos, claro está, al expediente de concesión de esa gran condecoración.

Haría muchísimo más bien a España que la heredera de la Corona dedicara los años de formación militar a formación diplomática

Es decir, ya desde antes de ostentar la jefatura del Estado, la heredera ya puede contar, al menos aparentemente y por lo que sabemos por la información repetitiva de sus actos en la Academia de Zaragoza, con cierta “ley especial” o excepción legal que hace que se considere en ella mérito lo que en los demás cadetes es exigible, mérito que se aprecia simplemente por nacimiento. Me resulta curioso que sus propios compañeros no sean (¿o sí lo son?) conscientes de esta diferenciación. O al menos no lo son los de su abuelo y los de su padre a quienes defienden (más al prófugo que al reinante) a capa y España. Perdón, y espada. Que conste que ha sido el corrector el culpable del desliz. O tal vez mi subconsciente.

Se me ocurre que haría muchísimo más bien a España y a su futuro que la heredera de la Corona dedicara los años de formación militar a formación diplomática y de Derecho Internacional, y en lenguas extranjeras (varias cuantas más, mejor). No es que le hiciera falta, por los mismos motivos que he expresado que no le harán los conocimientos militares, pero seguro que en sus viajes en representación de España por el extranjero le ofrecerían herramientas mucho más útiles que las adquiridas en las academias militares.

Y permítanme que acabe con una boutade: menos mal que la Constitución declara que España es un Estado aconfesional. De otro modo, igual la heredera de la Corona tendría que pasar algunos años en un convento.

La formación de la heredera de la Corona