domingo. 30.06.2024

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“Los espíritus mediocres suelen condenar todo aquello que está fuera de su alcance”. (François de La Rochefoucauld)


Inicio estas reflexiones con una repetida y reinterpretada frase de Antonio Gramsci, el filósofo, político y teórico marxista italiano, fundador del Partido Comunista de Italia que, durante el régimen fascista de Mussolini, debido a sus pensamientos e ideas, estuvo preso en Turi; el fiscal que lo acusó dictó en la sentencia: “Durante 20 años debemos impedir funcionar a este cerebro”. Pero a pesar de Mussolini y el fiscal, el cerebro de Gramsci no sólo no dejó de funcionar, sino que su pensamiento y su legado han sido reivindicados, desde posiciones políticas heterogéneas, por diversos movimientos del cambio social y político en las últimas cinco décadas. Su obsesión fue descubrir de qué modo el pensamiento conduce a la acción y cómo las ideas se transforman en fuerzas de progreso. Su frase, que dibuja y describe nuestra presente y gris realidad política es: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Y, en estos tiempos actuales de días grises, en vergonzantes circunstancias de bochorno político, para que no dejen de surgir monstruos metafóricos, que “como las megas, haberlos, haylos”, se está validando el insulto y el odio, aumentando la mala educación y la pésima política. 

El cerebro de Gramsci no sólo no dejó de funcionar, sino que su pensamiento y su legado han sido reivindicados

Quienes pensamos en las instituciones del Estado como herramientas indiscutibles para la promoción del bienestar social y la sana democracia, en estos tiempos de violencia política verbal y conscientes mentiras, estamos viendo, cómo los monstruos que decía Gramsci, han aparecido en forma de 800.000 votos para un tal Alvise, sembrador de bulos y rencor social, que bien lo refleja esa humorista viñeta en Nuevatribuna.es de Iñaki y Frenchy en la que una pareja de ancianos se dicen: Tener un hijo, plantar un árbol… y votar a un divulgador de bulos”. O como finaliza en su último artículo también en NT Roberto R. Aramayo“…más que un fin de fiesta, este tipo, el tal Alvise, anuncia más bien el comienzo de un jolgorio sin cortapisas o un auténtico cachondeo”. No es la primera vez que un tipo trumpista y folclórico acapara el voto energúmeno. Me resulta incomprensible que cientos de miles de votantes, mayoritariamente hombres jóvenes según las encuestas, que puede que tengan muchos títulos y años de estudio, incluso pueden ser buenos profesionales, sean la prueba del fracaso de una democracia que, remedando a Gramsci, como “vieja se muere, pero la nueva aún no aparece”. Discrepo de la idea de que estos votantes merezcan alguna consideración, porque estar preparados exige valores y quienes así votan o carecen de información o no muestran tenerlos; en mi opinión, quien utiliza el bulo, la mentira, el insulto y la violencia, merece no un voto democrático sino el rechazo social. Un votante, por desesperado o descontento que esté con los políticos actuales no puede perder los valores, no ya democráticos, sino los valores intrínsecos al ser humano. Quien vota unas propuestas inasumibles como las que hace este impresentable Alvise, que goza ya de un escaño en el Parlamento Europeo, conseguida la inmunidad que le permite burlar sus numerosas causas judiciales pendientes como Donald Trump, ha perdido el norte y no merece mi consideración. 

Dicen que la historia se repite y que cada cierto tiempo se produce un divorcio emocional e intelectual entre la clase política y los ciudadanos, convirtiéndose en un grave problema de convivencia: el equilibrio social, la buena política y la sensata gestión se rompen a favor de la mediocridad, la paz se torna refractaria a todo afán de perfección, los proyectos valiosos para la ciudadanía se debilitan o desaparecen y la dignidad se esfuma; es el tiempo de los políticos acomodaticios que vegetan tranquilos en su mediocridad.  

Un votante, por desesperado o descontento que esté con los políticos actuales no puede perder los valores, no ya democráticos, sino los valores intrínsecos al ser humano

Nada mejor que, para apoyarse en argumentos sólidos, recordar las palabras de los sabios. De ahí que traiga a estas reflexiones la autoridad científica y moral de Alejandro Nieto, fallecido en octubre del año pasado, uno de los más grandes juristas españoles. Fue, entre sus muchos méritos, catedrático emérito de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid, presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Una de sus muchas obras es, “El desgobierno de lo público”, un libro polémico que ha irritado a muchos porque la sinceridad no gusta a quienes están acostumbrados a la realidad maquillada, a la verdad silenciada y al elogio pesebrero. La intención del autor no es proponer un recetario de reformas, sino hacer una reflexión previa. Se trata de ayudar a comprender a España desde la perspectiva de la administración, sin desconocer los factores políticos, ya que administración y política son inseparables. El profesor Nieto, con este libro, intenta explicar un fenómeno constante de la historia de España: el desgobierno. El desgobierno no es fruto del azar o del fatal destino, ni de una coyuntura política; tampoco lo es el haber padecido una dictadura; ahora estamos en democracia y el desgobierno se mantiene: aparece y desaparece, pero no nos libramos de él. No se trata de hacer una crítica despiadada de la administración, pero lo bueno es tan escaso, tan efímero, que no nos debe sorprender que muchos ciudadanos lo pasen por alto y no lo perciban. Y resume su intención en esta frase: “Quien describe rectamente lo que ha visto no es optimista ni pesimista, lo único que importa es la realidad descrita y peor sería desconocerla y, más todavía, encubrirla”.

Cada cierto tiempo se produce un divorcio emocional e intelectual entre la clase política y los ciudadanos, convirtiéndose en un grave problema de convivencia

He titulado estas reflexiones: “A una ciudadanía indolente, una élite política mediocre” Y la pregunta a la que quiero responder es obvia: “¿Tiene la sociedad actual la clase dirigente que se merece? Lo que el pueblo y los politólogos suelen responder es , porque los políticos no dejan de ser sino el reflejo de la sociedad. Ignoro si la respuesta es objetiva y correcta, pero, desde la incerteza de la duda, el “sí” no me resulta descartable. En un interesante ensayo titulado “Mediocracia”, escrito por el filósofo canadiense Alain Deneault, define “mediocracia” como “la palabra que designa un orden mediocre que se establece como modelo”. Según este autor, la mediocridad crea un clan para desempeñar el poder que no impugna ni “la incapacidad ni la incompetencia”. La obra es de denuncia y coincide con un sentir apesadumbrado muy transversal, tanto en su país como en nuestra actual coyuntura política.

La norma de la mediocridad lleva a desarrollar una imitación del trabajo que propicia la simulación de un resultado. El hecho de fingir se convierte en un valor en sí mismo. La mediocracia lleva a todo el mundo a subordinar cualquier tipo de deliberación a modelos arbitrarios promovidos por instancias de autoridad. Los ciudadanos, al creer más listos que todos los demás a los políticos, se complacen con frases cargadas de fatalismo condescendiente: “Hay que seguir el juego”; una expresión cuya absoluta vaguedad encaja perfectamente con el pensamiento del mediocre; requiere que el ciudadano acate obsequiosamente las reglas establecidas con el solo propósito de ocupar una posición relevante en el tablero social. 

La norma de la mediocridad lleva a desarrollar una imitación del trabajo que propicia la simulación de un resultado. El hecho de fingir se convierte en un valor en sí mismo

Estamos en el tiempo de una crisis sistémica que se antoja de largo plazo; en un entorno caracterizado por la ausencia de respuestas y alternativas reales a un fenómeno tan complejo como es la democracia en tiempos de incertidumbre. Decía Hannah Arendt que “la política es un universo de ficción en el que la mentira (el mito, la ilusión, la fantasía, la utopía) están presupuestos”, razón por la cual “es la ética la que puede proporcionar el arsenal más apropiado para el combate político a las fuerzas disolventes de la libertad, la igualdad, la fraternidad…, grandes principios de la modernidad”. En política, la democracia tiene realmente futuro si se encuentra fundamentada éticamente; hoy más que nunca el recurso a la filosofía es imprescindible, en especial, a aquella parte que se dedica al estudio de la racionalidad de lo bueno (y lo malo), de lo justo (y lo injusto). Los dilemas éticos modernos no son de fácil superación y constituyen todo un reto para la actividad política. La norma que establece que “antes de juzgar y condenar es necesario comprender”, suele ser desatendida en una época públicamente secularizada, racional, tolerante e incluyente, pero fascinada por moralizar todo, en cualquier momento y a la menor provocación.

En política, la democracia tiene realmente futuro si se encuentra fundamentada éticamente; hoy más que nunca el recurso a la filosofía es imprescindible

El político mediocre, como escribió José Ingenieros en “El hombre mediocre”, ignora el justo medio, nunca hace un juicio sobre sí, desconoce la autocrítica, está condenado a permanecer en su módico refugio. Rechaza el diálogo, no se atreve a confrontar con el que piensa distinto. Es fundamentalmente inseguro y busca excusas que siempre se apoyan en la descalificación del otro. Carece de coraje para expresar o debatir públicamente sus ideas, propósitos y proyectos. Se comunica mediante el monologo y el aplauso. Su mediocridad lo encierra en la convicción de que él posee la verdad, la luz, y su adversario el error, la oscuridad. Los que así piensan y actúan integran una comunidad enferma y más grave aún, la dirigen, o pretenden hacerlo. El mediocre no logra liberarse de sus resentimientos, viejísimo problema que siempre desnaturaliza a la Justicia. No soporta las formas, las confunde con formalidades, por lo cual desconoce la cortesía, que es una forma de respeto por los demás. Se siente libre de culpa y serena su conciencia si disposiciones legales lo liberan de las sanciones por las faltas que cometió. La impunidad lo tranquiliza pues se establece entre la ciudadanía indolente y el político mediocre una especie de vasos comunicantes. Cuando la responsabilidad es patrimonio de una ciudadanía formada y sensata, su ejemplo se impone y motiva a las generaciones siguientes; pero también sucede lo contrario; una ciudadanía indolente, marca el sendero de la irresponsabilidad a las generaciones que le preceden y a los políticos que la gobiernan. Como escribió José Antonio Zarzalejos, con la aguda inteligencia política que le caracteriza, que lo peor que podría ocurrir, y quizás esté sucediendo ya, es que la clase política transfiera a los ciudadanos, además de al sistema, sus propias responsabilidades y les imponga la despótica tarea de votar una y otra vez hasta que las urnas les ofrezcan las soluciones que ellos son incapaces de lograr con el ejercicio responsable de la gestión pública, como está sucediendo con la vergonzante transgresión política de no renovar después de más de 5 años, a los jueces del CGDPJ. Y eso ocurre, efectivamente, “cuando los mediocres toman el poder”.

Como sostenía José Ingenieros, en la política siempre habrá mediocres; son perennes; lo que varía es su prestigio y su influencia

En todos los partidos pueden cobijarse dignos y buscavidas, virtuosos y sinvergüenzas. El anhelo y la posibilidad de la perfección no es patrimonio de ningún partido; es como la metáfora platónica que recuerda el agua de aquella fuente que no podía contenerse en ningún vaso.

Entre las muchas incertidumbres, tenemos alguna certeza: como sostenía Ingenieros, en la política siempre habrá mediocres; son perennes; lo que varía es su prestigio y su influencia. En las épocas de exaltación renovadora se mostrarán humildes, tolerantes; nadie los nota, no osan inmiscuirse en nada; pero cuando se entibian los ideales y se puede alcanzar el poder, se apiñan junto a los líderes para que se cuente con ellos. Crece su influencia en la justa medida en que el clima se atempera; el sabio es igualado al analfabeto, el rebelde al lacayo… La mediocridad se condensa y se convierte en sistémica.

Termino con unos versos de Bertold Brecht que son un fragmento de “Loa a la dialéctica”. Este poeta no sólo no es mediocre, sino que enriquece a quien lo lee:

Con paso firme se pasea hoy la injusticia.
Los opresores se disponen a dominar otros diez mil años más.
La violencia garantiza «Todo seguirá igual»,
No se oye otra voz que la de los dominadores,
y en los mercados dice la explotación en voz alta:
«Ahora es cuando empiezo»
Y entre los oprimidos, muchos se dicen ahora:
«Jamás se logrará lo que queremos».

Quien aún este vivo no diga «jamás»
Lo firme no es firme.
Todo no seguirá igual.
Cuando hayan hablado los que dominan,
hablaran los dominados.

A una ciudadanía indolente, una élite política mediocre