viernes. 06.09.2024
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“Ante los malvados no hay que ceder, sino combatirlos con mayor valentía”

Virgilio (Eneida)


¿Por qué no aprender de los errores y tratar de ponerles remedio, previniendo otras futuras aberraciones que hoy padecemos? Los partidos y sus líderes, en sus diferentes ideologías y devenires históricos, han protagonizado nuestra vida política desde el momento mismo en que en España se recuperó la libertad democrática. Hay que reivindicar que la verdad, la honesta gestión, la transparencia y la ética nunca deberán ser acalladas. Si no queremos que la democracia se hunda y sea sustituida por experiencias inicialmente autorizadas, pero, ya, neurotizados por el poder, posteriormente autoritarias, debemos conseguir que los ciudadanos confíen en sus líderes y no que corran el riesgo de ser decepcionados nuevamente; sería desastroso y probablemente un golpe destructivo para el desarrollo democrático de nuestra sociedad. Los políticos, -tampoco los ciudadanos-, no tienen bolas de cristal que ayuden a actuar y a elegir correctamente, pero existe un saber, una forma de pensar que puede ayudar a conseguirlo: la sensata reflexión filosófica; mas, viendo cómo actúan muchos de ellos, o escasea o no existe.

Si no queremos que la democracia se hunda debemos conseguir que los ciudadanos confíen en sus líderes

Como ocurre en cualquier grupo humano, la dinámica emotiva generada por sus miembros, condiciona a los partidos políticos por encima de sus doctrinas y principios programáticos. Centrado en la clase política que tanto está dando que hablar, estas reflexiones intentan ayudar a comprender el funcionamiento de los actuales partidos y poner de manifiesto las motivaciones que, en líneas generales, nos incitan a la crítica al analizar las tensiones, las contradicciones y la permanente confrontación que se producen en quienes han buscado su seguridad y su forma de vida personal en algún partido político, cuya credibilidad se ve socavada por actuaciones dudosas. No es infrecuente que los ciudadanos acaben decepcionados dañando sus propias creencias y, como conclusión lógica, la de los principios sobre los que se asienta la propia gestión política y democrática.

La reflexión filosófica como pretensión de reflexión universal, en la medida en que no deli­mita su objeto, no parcela la realidad acotando unos determinados problemas como hacen las ciencias, sino que se preocupa por “todo cuanto existe”; considera que no hay ningún pro­blema que le sea ajeno; lo único que podría serle ajeno es el nivel de reflexión en el que se coloque el filósofo al pensar. El filósofo reflexiona sobre cualquier cosa, pero no de cualquier manera. El filósofo no ve más que los demás, ve lo mismo que todo el mundo, se maneja, al igual que los demás, con las solas herramientas de su razón y su palabra, pero posa su mirada en aspectos que al común de la ciudadanía, entretenida en sus afanes y urgencias vitales, le suelen pasar desapercibidos, pero no cuestiona el valor de la democracia como forma de organización política; y si percibe que los políticos no satisfacen sus legítimas expectativas, puede mostrar desafección y pérdida de credibilidad hacia quienes gestionan la política pero no en el valor del sistema político.

Recordando a Kant, lo fundamental no es aprender filosofía, sino aprender a filosofar

Todos somos conscientes del carácter específico y peculiar de la es­pecie humana; si alguna dimensión caracteriza a este ente real que se llama “ser humano”, es su historicidad. Sin embargo, cuando tratamos de explicar qué nos hace tan especiales topamos con serias dificultades para poder explicarlo. El ser humano ha sido definido de múltiples maneras: como ser racio­nal, cultural, histórico, social, religioso... Cada una de es­tas consideraciones, aun siendo ciertas, resultan insuficientes, pues el ser humano es todo esto, pero mucho más. De ahí la dificultad de una expli­cación exacta y completa sobre qué somos y por qué somos como somos. Sin embargo, aceptando su dificultad y complejidad, es obligado ofrecer alguna respuesta desde la reflexión filosófica, es decir, desde una técnica de reflexión racional sobre la realidad que tuvo su origen en un tiempo y en una cultura concreta, pero que tiene valor transcultural, y por eso puede ser empleada con éxito por cualquier ser humano que domine su uso, o, al menos, intentarlo. La reflexión de que aquí se trata consiste en una serie de actos por los que se coloca en nueva perspectiva el mundo entero de nuestra vida, incluyendo los objetos y cuantos conocimientos científicos hayamos adquirido sobre ellos. La filosofía no menosprecia la información que nos proporcionan las ciencias, no tiene como objetivo ofrecer una explicación científica más; si la ciencia tiene como finalidad constatar y explicar los hechos, la filosofía busca interpretarlos teniendo en cuenta todas las dimensiones que son significativas para el ser humano. Si cualquier ciencia analiza y considera las cosas tal como son, la filosofía considera las cosas en cuanto son; si las ciencias ofrecen explicaciones acerca de qué somos y cómo actuamos, la filosofía ofrece una finalidad más inquietante, sin duda: es capaz de abordar la cuestión del último por qué y el para qué del ser humano. De ahí que, remedando a Kant, lo fundamental no es aprender filosofía, sino aprender a filosofar.

Resultará entonces que esta diferencia radical entre la ciencia y la filosofía no se vuelve contra esta última como una objeción. No significa que la filosofía no sea un saber estricto, sino que es un saber distinto. Mientras la ciencia es un conocimiento que estudia un objeto que está ahí, la filosofía, por tratar de un objeto que por su propia índole huye, que es evanescente, será un conocimiento que necesita perseguir a su objeto y retenerlo ante la mirada humana, conquistarlo. La filosofía como ciencia y la filosofía como modo de vida, son dos maneras de entenderla que han alternado y a veces hasta convivido.

Hay preguntas que el ser humano se ha hecho reiteradamente a lo largo de la historia, y que cada uno se ha planteado en algún momento de su vida. ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo y hacia dónde se dirige mi vida? ¿Por qué razón existo? Desde el frontispicio del templo de Apolo en Delfos ya se invitaba al ser humano a aplicarse a la tarea de conocerse a sí mismo; fue Sócrates quien afirmó, que una vida no reflexionada no era digna del hombre; y aunque él no desarrolló propiamente una teoría antropológica, sino que su reflexión tuvo un carácter fundamentalmente ético, -como escribe Platón en sus diálogos-, a él se debe que la pregunta por el ser humano haya estado presente en la tradición filosófica occidental hasta nuestros días, hasta constituir posteriormente una rama de conocimiento específica, la antropología, dentro de la Filosofía como disciplina académica.

Como seres humanos no habitamos en un universo meramente físico sino cultural, entretejido por el lenguaje, el arte, la ciencia, las costumbres, las instituciones…, que hemos creado para hacer del mundo físico un ámbito habitable. Reflexionamos para entendernos a nosotros mismos, intentado entender, a su vez, la realidad que nos rodea, para conocer de primera mano nuestras contradicciones, para acceder a otro mundo que nos parece más apetecible, para estar en contacto con la creatividad de la que rebosa nuestro yo, para compartir, para tener acceso con la palabra meditada a la parte más íntima de nuestro yo, porque hablar con uno mismo es meditar, es mantener abierto el puente de la imaginación para que los demás puedan continuar.

Los seres humanos nacemos y forjamos nuestra identidad en el seno de una sociedad histórica concreta

Los seres humanos nacemos y forjamos nuestra identidad en el seno de una sociedad histórica concreta con una cosmovisión y unos valores que se manifiestan en sus tradiciones y costumbres; es decir, en una determinada cultura y gestión política, que contienen también una imagen y una interpretación sobre lo que significa “ser humano”, y es en ese contexto en el que el hombre empieza a conocerse y a cuestionarse quién es, qué puede llegar a ser y qué sentido tiene su vida. Pero hay una dimensión esencial de la vida humana a la que sólo él tiene acceso: la propia intimidad, es decir, la capacidad de reflexión, de examinar sus propias acciones, intenciones, deseos, aspiraciones, frustraciones y esperanzas más íntimas; es lo que llamamos “la autoconciencia”; constituye una fuente primordial de conocimiento y experiencias humanas, que permiten también formular hipótesis sobre el mundo interior de los demás.

A pesar de que la filosofía, como ejercicio de la razón más allá de las apariencias sensibles, en busca de los primeros principios de la realidad, surgió en el ámbito cultural griego alrededor del siglo VII a. C., y en sus inicios, los filósofos se preguntaron fundamentalmente por las últimas causas del mundo físico: el arjé o primer principio del que todo está hecho, algunos siglos más tarde, en la ciudad de Atenas, orientaron la reflexión filosófica hacia los seres humanos, con la intención de resolver una cuestión práctica: ¿cuál es el modo de vida digno del ser humano y cómo conducirse en “la polis”? Su reflexión tuvo un carácter fundamentalmente ético y político.

Dando un gran salto a la historia y resumiendo las principales líneas de respuestas filosóficas a la cuestión sobre la naturaleza del “ser humano”, encontramos dos categorías; la categoría esencialista, ya intelectualista para la que el ser humano es un animal racional cuya inteligencia implica que está dotado de libertad en el ámbito operativo, lo que supone a su vez la responsabilidad moral (Platón, Aristóteles, Descartes, Kant) ya vitalista (Darwin y Freud), que concibe al ser humano como un “animal de impulsos”; y, por otra parte, la categoría existencialista, ya determinista e historicista, que contraria a la rigidez que se atribuye al esencialismo, hace hincapié en el carácter dinámico del ser humano intentando conciliar el determinismo propio de los procesos sociales, con la libertad individual: “cada individuo que llega a este mundo tiene que hacerse a sí mismo” (Locke, Watson, Ortega, Dilthey), ya de pensamiento ideológico o posmoderno, para quienes el hecho de preguntarse por la naturaleza humana es un síntoma claro de imposición de un sistema de pensamiento para perpetuar alguna forma de poder (Foucault, Horkheimer, Mannheim, Butler).

Las diferencias entre las distintas categorías filosóficas históricas tienen que ver con las diferentes realidades en las que cada filósofo ha vivido

Las diferencias entre las distintas categorías filosóficas históricas tienen que ver, en definitiva, con las diferentes realidades en las que cada filósofo ha vivido, desde la de la antigua Grecia a la del mundo contemporáneo, y con las actitudes que frente a ellas han ido adoptando. Pero si de todos ellos podemos predicar la común condición de filósofos es porque comparten la voluntad de protagonizar sus existencias desde un determinado punto de vista, el de la inteligencia y la razón, y de ofrecer a los lectores de sus textos los materiales para que también puedan hacerlo, esto es, para que puedan correr la misma aventura, la aventura de preguntarse y pensar, pues preguntarse y pensar es un fogonazo de luz en medio de la cerrada noche de la mediocridad y la ignorancia, es decir, una de las posibilidades más interesantes y enriquecedoras a la que ha podido llegar el ser humano.

Incapaz, por razones obvias, de desarrollar los rasgos y el pensamiento de todos estos pensadores, me detendré en tres de ellos, bien conocidos: Kant, Ortega y Cortina.

Kant, Ortega y Cortina

Kant explica la importancia de esta pregunta, qué significa “ser humano”, haciéndonos ver que de las tres cuestiones capitales de su filosofía: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?), él las resume en una sola: ¿qué es el hombre? La primera pregunta la responde la metafísica, la segunda, la moral, la tercera la religión, y la cuarta, la antropología. Para Kant el hombre es un ser autónomo, que expresa su autonomía a través de la razón y de la libertad. Para ser autónomo, el hombre debe usar su razón de forma independiente, sin tutelajes. Desde aquí parte lo que Kant denomina la razón pura, que es por sí sola práctica y da al hombre una ley universal denominada la ley moral. Mas, en el fondo, todo esto podría incluirse en la antropología, porque las tres primeras preguntas hacen referencia a la última.

Para Ortega la vida consiste precisamente en una acción o diálogo del hombre con las cosas de su entorno

Para Ortega la filosofía era un asunto personal; era su propia vida. Ortega solía decir con frecuencia los versos de Goethe: “Yo me confieso del linaje de esos que de lo oscuro hacia lo claro aspiran”. Para él, la filosofía es una certidumbre universal y “radical”, en la que radican o arraigan todas las demás, y que además es autónoma; es decir, la filosofía se justifica a sí misma, muestra y prueba constantemente su verdad; se nutre exclusivamente de evidencia; el filósofo está siempre renovando las razones de su certeza. La realidad no puede ser mirada sino desde el punto de vista que cada cual ocupa en el universo, desde su perspectiva, su circunstancia y su momento histórico: “Donde está mi pupila no está otra: lo que de la realidad ve mi pupila no lo ve otra”. La perspectiva es uno de los componentes de la realidad. Lejos de ser su deformación, es su organización: una realidad que vista desde cualquier punto resultase siempre idéntica es un concepto absurdo. Pero una realidad humana solo resulta inteligible desde la vida, referida a esa totalidad en que está radicada. Pero el horizonte de la vida humana es histórico; el hombre está definido y condicionado por el nivel histórico en que le ha tocado vivir; lo que el hombre ha sido es un componente esencial de lo que es; es hoy lo que es, justamente por haber sido antes otras cosas; el ámbito de la vida humana incluye la historia. La historia de la filosofía se cierra en el presente, pero el presente, cargado de todo el pasado, lleva dentro de sí el futuro y su misión consiste en ponerlo en marcha. Para Ortega la vida consiste precisamente en una acción o diálogo del hombre con las cosas de su entorno. Contradiciendo a Descartes, “no existo porque pienso, sino al revés: pienso porque existo”. El pensamiento no es la realidad única y primaria, sino al revés, el pensamiento, la inteligencia, son una de las reacciones a que la vida nos obliga, tiene sus raíces y su sentido en el hecho radical, previo y terrible de vivir. La razón pura y aislada tiene que aprender a ser razón vital. El hombre no tiene naturaleza -nada en él es invariable-; en vez de naturaleza tiene historia, que es lo que no tiene ninguna otra criatura. Vivir es lo que nadie puede hacer por mi -la vida es intransferible- no es un concepto abstracto, es mi ser individualísimo.

Frente a lo que defiende cualquier individualismo miope, típico hoy del neoliberalismo, las personas no somos individuos aislados, sino en vínculo con otras, en una relación básica de reconocimiento recíproco, de intersubjetividad e interdependencia. Así opina nuestra catedrática de filosofía Adela Cortina, nuestra filósofa que ha bajado la ética del mundo ideal platónico a la calle y a la ciudad y la ha animado no a imponerse sino a convivir con otras realidades, diseñando una ética de la razón cordial, que hunde sus raíces en la ética del diálogo, sacando a la luz y desarrollando la dimensión cordial que el diálogo lleva entrañada; una ética que se haga cargo de los fines comunes de la humanidad: una ética cosmopolita, diseñada desde el sentido de la justicia, desde la indeclinable aspiración a la libertad y desde la compasión, que es el verdadero camino del corazón humano. Lo que sucederá en el futuro dependerá en muy buena medida de cómo ejerzamos nuestra libertad, si desde un “nosotros” incluyente, o desde una fragmentación de individuos en la que los ideólogos juegan para hacerse con el poder. Es en este punto donde demostraremos que hemos aprendido algo.

Adela Cortina nos urge a recordar que las exigencias de la justicia son morales cuando entrañan razones que se pueden explicitar y sobre las que cabe deliberar abiertamente

Para Cortina la única racionalidad humana no es la de individuos que se instrumentalizan recíprocamente para maximizar sus beneficios mediante estrategias, sino que existe también esa racionalidad comunicativa que insta a construir la vida desde el diálogo y el entendimiento mutuo de quienes se reconocen como interlocutores válidos. No se trata solo de preservar a la humanidad, sino de hacerlo respetando la dignidad de cada uno de los seres humanos, porque entre ellos existe un vínculo de reconocimiento recíproco. En tiempos en que el emotivismo domina el espacio público desde los bulos, la posverdad, los populismos simplistas, las propuestas demagógicas, las apelaciones a emociones corrosivas, Adela Cortina nos urge a recordar que las exigencias de la justicia son morales cuando entrañan razones que se pueden explicitar y sobre las que cabe deliberar abiertamente. Y, sobre todo, que el criterio para discernir cuándo una exigencia es justa no es la intensidad del griterío en la calle o en las redes, ni en el parlamento, sino que consiste en comprobar que satisface y soluciona intereses universalizables, no solo los de un grupo, ni siquiera los de una mayoría sino los problemas individuales de los más necesitados; es el mejor argumento y está en el corazón de la justicia.

Desde estas reflexiones no podemos dividir a la sociedad en dos partes, las élites políticas que tienen el poder y el pueblo, pues según la Constitución, el poder de los políticos dimana del pueblo. La solución está en la regeneración democrática de las instituciones mediante una reforma que haga respetar los principios: una buena democracia representativa, una verdadera división de poderes y un respeto al pluralismo. Nos hemos acostumbrado a conocer a nuestros políticos por lo que hablan, por lo que dicen, pero de la mayor parte de ellos desconocemos lo que hacen, hasta llegar a tener la sensación de que es un colectivo ocioso y enfrentado, colectivo en el que el odio, el enfrentamiento, la mentira, el bulo y el insulto son un buen negocio, su difusión por los medios y las redes sociales es barata y sus beneficios, inmediatos y rentables, hasta tener la sensación de que, en estos tiempos líquidos e inconsistentes, el político que así actúa, es decir, cuando gobierna sin valores éticos (modelo “Alvise”), suele ganar la partida.

Un mundo sin reglas morales socialmente compartidas no puede funcionar democráticamente

Esta actitud me hace recordar esa estremecedora obra del novelista ingles Herbert George Wells sobre los peligros de actuar sin las riendas de la ética titulada “La isla del Dr. Moreau”; una de las novelas más inquietantes de la literatura moderna, la isla que da nombre al relato y los siniestros hechos sin límites a los que puede llegar la naturaleza humana. Putin en Ucrania y Netanyahu en Gaza son un ejemplo histórico muy actual. Un mundo sin reglas morales socialmente compartidas no puede funcionar democráticamente. Y me siento obligado a recurrir de nuevo a un filósofo, bien conocido y reconocido: Platón. Así escribió: “El verdadero político no ama el mando y el poder, sino que usa el mando y el poder como un servicio, para llevar a cabo el bien... En alabanza de la verdadera filosofía de ella depende el obtener una visión perfecta y total de lo que es justo, tanto en el terreno político como en el privado, y que no cesará en sus males el género humano hasta que los que son recta y verdaderamente filósofos ocupen los cargos públicos, o bien los que ejercen el poder en los Estados lleguen, por especial favor divino, a ser filósofos en el auténtico sentido de la palabra”.

Algunas reflexiones filosóficas para políticos ociosos