viernes. 06.09.2024
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Los confines del mundo y las utopías

Tengo ante mí un mapamundi confeccionado en el Siglo XVIII. Encima de Nuevo México están Luisiana y Apachería. Las Antillas están mucho más detalladas que la vasta Nueva Granada. Los navegantes conocían mucho mejor las costas, porque la frondosa selva y los pueblos autóctonos dificultaban adentrarse por tierra. Hacía tiempo que las Columnas de Hércules no marcaban los confines del mundo y no había ningún Finisterre.

Tomás Moro quiso imaginar una sociedad ideal presidida por el pacifismo y la tolerancia religiosa en una isla remota. Se trataba de recrear unas condiciones políticas ideales en un lugar llamado Utopía. Su etimología le hace significar al mismo tiempo “buen lugar” (eu-topia) y que no ha lugar (ou-topia). Esa estrategia narrativa permitía criticar los desmanes políticos del momento sin referirse directamente a ellos. De alguna manera, Cervantes también cultiva el género con esa paródica Ínsula de Baratabia que unos ociosos duques utilizan para burlarse del bonachón e ingenuo Sancho Panza.

A partir del Renacimiento se soñaba con las tierras descritas por quienes osaban surcar el mar y resultaba tentador creer que podrían darse allí sociedades más justas e igualitarias o provistas de grandes riquezas como la legendaria El Dorado. Este género utópico también realzó el papel de la ciencia para comprender y conquistar la naturaleza, gracias a la Nueva Atlántida de Francis Bacon.

Progreso y secularización

En la Ilustración, sin embargo, las utopías cambian de paradigma, puesto que se dejan de localizar en un espacio ignoto por descubrir y se proyectan hacia un futuro igualmente lejano, volviéndose “ucronías”. Este advenimiento de tiempos mejores da lugar a la influyente idea de progreso y contribuye al proceso de secularización.

La posteridad significa para el filósofo algo homologable al otro mundo proclamado por ciertos credos religiosos

La creencia en un más allá ultraterreno ve mermada su indiscutible hegemonía y, como señala Diderot, la posteridad significa para el filósofo algo homologable al otro mundo proclamado por ciertos credos religiosos. Nosotros no veremos el fruto de nuestros proyectos, pero en cambio sí lo disfrutarán las nuevas generaciones que recojan el testigo. Los individuos no alcanzarán la meta, pero sí lo hará la especie, como argumenta Kant en su filosofía de la historia. Según este dictamen kantiano, esto hace que seamos responsables de nuestro destino y artífices de un decurso histórico que ya no está gobernado por una divina providencia. Los paraísos ya no están perdidos en algún remoto estadio del pasado, sino que son algo por venir gracias a nuestro concurso.

Tras la Revolución Francesa la sociedad perfecta es algo que nos corresponde realizar y que no viene dado por alguna suerte de mandato divino. Eso no quita para que las ideologías totalitaristas pretendan arrogarse un papel similar al jugado por el absolutismo despótico de una monarquía devota del altar. Aunque no se definan como teocracias, el culto personal a su líder impone una sumisión religiosa. Es lo que Cassirer caracteriza como los mitos políticos modernos en su análisis de la ideología nazi.

Hacia un futuro distópico

Con todo, el abuso de ciertos avances tecnológicos -como los armamentos nucleares o la IA- ha hecho que proliferen las distopías, es decir, el antónimo del buen lugar que representaba la utopía. El futuro deja de ser ucrónicamente utópico porque se sustituye al progreso por un fatídico apocalipsis generado por nuestra codicia y desmesura. No faltan ejemplos cinematográficos que cualquiera evocara con suma facilidad.

El temor a un eventual holocausto nuclear o a los desaguisados de una desatendida emergencia climática nos hacen otear muchos nubarrones en el horizonte del mañana, por no hablar del miedo a pandemias incontrolables u otras cosas por el estilo. Entretanto la extrema desigualdad, el enquistamiento de los conflictos bélicos y las amenazas de robotizarnos cada vez más van socavando nuestra salud mental.

Las nuevas generaciones han perdido la esperanza en un porvenir mejor y creen más bien que se les roba el futuro

Las nuevas generaciones han perdido la esperanza en un porvenir mejor y creen más bien que se les roba el futuro. Ciertamente, no les faltan razones para pensar así. Por eso urge recobrar el buen estado de animo colectivo que inspira una expectativa esperanzadora. La política debe dejar de ser una competición absurda por descalificar al adversario sin reconocer los errores propios.

Hace falta diseñar un contrato social de nuevo cuño donde los derechos humanos primen reamente sobre todo lo demás y la economía sea una simple herramienta social en lugar de un dogma que impone ritos injustificables. Semejante aserto puede parecer una utopía, pero es lo único que podría salvarnos de un definitivo y desastre distópico digno del Apocalipsis.

 

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Utopía, progreso y apocalipsis