viernes. 06.09.2024
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Cadena ADN. (Pixabay)

En estos tiempos tan dados a la alharaca mediática y el sensacionalismo informativo, los científicos, incluso de disciplinas abstrusas a ojos del gran público, deben prestar especial atención a las interpretaciones desviadas de sus estudios.

A raíz de la puesta en marcha del Gran Colisionador de Hadrones europeo, surgieron en Estados Unidos análisis especulativos sobre la posibilidad teórica de que, en un gran acelerador, los choques produjeran una densidad local de energía tan alta que desencadenara una transición de fase, y mediante un complejo mecanismo acabara devorando el universo. Se trataba de meros juegos recreativos y experimentos mentales con elementos muy alejados de las capacidades tecnológicas modernas, y seguramente de las de cualquier futuro imaginable.

Aun así, la teoría del monstruo de las galletas que iba a salir del HLC para merendarse el todo y las partes de una tacada pasó al chismorreo popular. Medios amarillistas, innumerables conspiranoicos y redes ávidas de desvaríos se hicieron eco. Eso hasta el punto de que astrofísicos de renombre como el británico Martin Rees y el holandés Piet Hut se sintieron obligados a escribir un documentadísimo artículo destinado a dejar claro el asunto. En palabras de Rees, la conclusión era que «hay que ir mucho más allá de las energías de colisión alcanzables en los supercolisionadores actuales antes de que haya algún riesgo del Día del Juicio». Nada de esto impidió que unos cuantos estadounidenses se acostaran durante semanas obsesionados con que un agujero negro creado por el hombre se los iba a tragar.

Ni que decir tiene que ese temor a encontrarse de un día para otro en el valle de Josafat no es disociable de las creencias apocalípticas ligadas al fundamentalismo. Hablamos del país donde evangélicos viven sin cuestionamiento la aparente contradicción de ser hipersionistas y a la vez profundamente antisemitas. Su adhesión a la política expansionista de los gobiernos derechistas israelíes se basa en su convicción de que el restablecimiento de los judíos en Israel es condición para el cumplimiento de los tiempos. Por eso defienden la colonización y la idea del Eretz Israel con tanta o más determinación que la extrema derecha laica o ultrarreligiosa. Poco les inquieta la eventualidad de un conflicto devastador en Oriente Próximo, ya que el Armagedón y la segunda venida de Cristo están indisolublemente unidos.

Lo que muchos israelíes ignoran es que, para estos iluminados, el comienzo de la eterna beatitud requiere la previa conversión de los judíos, o sea ponerlos en la tesitura, esta vez definitiva, de ingresar en la verdadera fe o ser condenados a las tinieblas. Dicho de otro modo, los fieles mosaicos solo son respetables en calidad de cristianos virtuales o latentes. Pero en el fondo, y no pocas veces en la forma, para la religión y cultura judaicas no guardan más que un soberano desprecio. 

El rechazo de ciertos científicos a la evolución de sus colegas recuerda el escándalo que provocó la aparición de Bob Dylan con una guitarra eléctrica en el festival de Newport. Reacciones tribalistas ven en esto una consumada traición, levantando suspicacias acerca de la honestidad o incluso la salud mental de los implicados. 

La bióloga Lynn Margulis, universalmente admirada por su contribución al conocimiento de la evolución celular y su teoría de la endosimbiosis, recibió acervas críticas al asociarse a James Lovelock en el patrocinio de la hipótesis Gaia. Básicamente, consiste en asimilar el planeta a un enorme ecosistema continuo, capaz de autorregularse y funcionar como un ente formado por múltiples partes interconectadas. Esto despertó las iras de otros biólogos. La repulsa ante una visión holista de ese calibre era lógica en reduccionistas del jaez de Dawkins, para el cual, simplificando en extremo, el gen es el auténtico rey del mambo. Pero en otros, la divergencia estaba lejos de ser teórica. Se limitaban a negarle a Margulis la facultad de hablar de tal tema, ya que lo suyo eran las mitocondrias y demás.

Otro tanto le sucedió a Murray Gell-Mann, principal descubridor de los quarks, que junto a Feynman y Weinberg constituye la triada mágica de la física de partículas del siglo XX. En un momento dado, se interesó por las nuevas teorías de la complejidad, dedicándose a ellas en el Instituto de Santa Fe, el gran santuario de esos estudios. Algunos no se han alegrado precisamente de tal salto. Alan Guth, primer impulsor de la tesis del Universo inflacionario, ahora canónica, llega a decir que no entiende nada de lo que hace Gell-Mann. Sin embargo, si consideramos la ciencia como un todo, resulta difícil no concederle a la Complejidad un puesto de honor entre las innovaciones que pueden ayudarnos a comprender más y mejor el Cosmos.

A los investigadores les incumbe la responsabilidad de aprovechar el aliento innovador de una época, pero también de rechazar los prejuicios reinantes

Contexto social y coyuntura histórica destiñen inevitablemente sobre la práctica científica. A los investigadores les incumbe la responsabilidad de aprovechar el aliento innovador de una época, pero también de rechazar los prejuicios reinantes. Pensemos en los servicios inconscientes o voluntarios que, por atender en demasía el ruido de su tiempo, prestaron algunos al racismo.

Que una superchería del tenor de la craneometría pasara durante décadas por ciencia de ley solo puede explicarse por que alimentaba un sentimiento de superioridad. El grado de dolicocefalia o braquicefalia clasificaba ipso facto a vivos y muertos en pertenecientes a razas elegidas o inferiores. Aunque resulte inaudito que reputados especialistas presentaran rasgos morfológicos del cráneo como prueba irrefutable de insalvables diferencias cerebrales, y por ende cognitivas e intelectuales, las evidencias de la infamia siguen en los depósitos de bibliotecas públicas y universitarias.

Y qué decir de los incalificables tests psicológicos que detectaban, a lo largo de casi un siglo, desniveles abismales entre el CI de los caucásicos y el de los afroamericanos. Eso con instrumentos de medida sesgados educativa y socialmente de modo que la igualdad de oportunidades se convertía en pura fantasía, ya antes de entrar a valorar su escasa idoneidad para cuantificar la inteligencia.

Si estos y otros episodios suenan hoy anecdóticos, contribuyeron en su día a catástrofes humanas y morales como el esclavismo, la depredación colonialista, la discriminación racial o los delirios genocidas. Mala ciencia y perversión ética se refuerzan mutuamente, y las consecuencias son demoledoras.

 

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