jueves. 18.07.2024

Personas en crisis

Cada vez me interesa más lo que, a falta de otra denominación mejor, llamaré “antropología de la crisis”: cómo la crisis va filtrándose en las ideas...

Cada vez me interesa más lo que, a falta de otra denominación mejor, llamaré “antropología de la crisis”: cómo la crisis va filtrándose en las ideas y comportamientos cotidianos de personas y grupos para afectar a sus símbolos, a sus respuestas, a sus interacciones. Los análisis suelen limitarse a los estrictos efectos socio-económicos, pero hay un estrato distinto, profundo aunque menos perentorio: las alteraciones en los cimientos culturales, civilizatorios. Cualquier análisis al respecto debe partir en una reflexión sobre cómo hemos pasado de ser una sociedad segura a una colectividad marcada por la incertidumbre, en la que el horizonte del miedo se extiende en todas direcciones. En el escenario de la lucha de poderes algunos nos obligan a sentirnos inseguros sobre nuestro propio pasado: la cantinela sobre si vivimos por encima de nuestras posibilidades es una pena que se nos impone sin apelación posible pese a ser evidentemente superficial e injusta. Este hecho nos recuerda que, en medio de la hecatombe, las tensiones siguen, que no es verdad que “todos” lo pasen igual de mal ni que todos hagan sacrificios. Y nos incita a olvidar que en vísperas de la crisis la desigualdad era pan nuestro de cada día y que había casi un 20% de ciudadanos en el umbral de la pobreza. Y de la misma manera hoy no se insiste en demasía, porque cuesta de explicar, que desde que la crisis comenzó el número de multimillonarios en España ha crecido en varios millares.

En un ecosistema informativo que, diríase, se ha vuelto esencialmente solidario, sigue habiendo filtros rutinarios que ocultan realidades esenciales sobre los beneficiarios de la crisis, obviando la cuestión de la justicia y de la igualdad. Es mucho más fácil echar la culpa de todo a “los políticos” o repetir el enésimo reportaje sobre los jóvenes emigrantes que descifrar algunas de las expresiones más retorcidas de los procesos en marcha. De ahí, quizá, la primera característica de “la persona de la crisis”: del desinterés resignado de épocas anteriores hemos pasado a una ignorancia relativa y selectiva, extravagantemente “comprometida”, que permite el arbitrismo de las soluciones mágicas pero que niega la penetración en las razones últimas del desaguisado, en sus causas lejanas y en sus manifestaciones más próximas. Bien harían los críticos intelectuales, sociales y políticos, en examinar esta deriva, tan compatible con la multiplicación de manifestaciones callejeras que actúan como válvulas de escape de las rabias contenidas, pero que pueden preparar a la mayoría para aceptar como “cosas” ciertas las abstracciones macroeconómicas que nos convenzan de que la crisis ha terminado justo en el momento en el que sean irreversibles las contrarreformas que degradan al ser humano enfermo, mujer, mayor, parado, trabajador, estudiante o joven. Las contrarreformas que anulan el sentido que hasta anteayer tuvimos de la ciudadanía y que vacían de contenido concreto los valores constitucionales. Y es que, al fin y al cabo, la indignación y protestas reactivas de la actual fase se superponen a la sublimación de las virtudes del neoliberalismo, de la globalización y del consumismo salvaje que antes permearon a muchas capas de la sociedad española. Resolver esa contradicción pedagógicamente en un sentido progresista es el gran reto que tienen por delante las fuerzas de izquierdas si quieren hacer algo más que administrar los escombros que deje el conservadurismo.

Y trazas de esa contradicción son las que conforman buena parte de la cultura de la crisis. Podemos destacar la crueldad y la sensiblería. Porque algunos detentadores del poder desean que seamos crueles, para disimular su crueldad. Hace años ya se dijo que el buen estadista de esta época es aquel que daña, y que hasta presume de hacer daño a sus conciudadanos, más preocupado por el aplauso y las cartas de directores de bancos, de tecnócratas y de empresarios más allá de toda sospecha –que algunos acaben en la cárcel no tiene nada que ver-, que de la lógica de la obtención de votos, ya que ésta se ha vuelto aleatoria, demasiado dependiente, en última instancia, de las opiniones de esos poderes ultraterrenales. El estadista que se lleva es el que no conoce límites, el que no sabe de temblores de mano, el que confunde obstinadamente su legitimidad con la práctica de una energía desatada, el que deja claro, en su decisión, que no cabe el diálogo: son las reformas de Wert, Báñez o Gallardón o las concertinas de Fernández Díaz, los deseos generalizados de obviar el sufrimiento individual fruto de medidas concretas y de cercenar las ilusiones de la mayoría, son las dificultades que se ponen a los dependientes o a los enfermos de cáncer. Precisamente la política ha decidido ignorar que en la misma toma de decisiones caben cuidados paliativos que, al menos, destensaran el malestar. Pero es que lo que se quiere es lo contrario: asustar, castigar a priori cualquier desviación, trazar líneas definidas entre los pobres y los beneficiarios de la crisis que merecen no ser molestados.

Y, enfrente, una sensiblería desatada, como expresión de mala conciencia de las clases medias debilitadas que aún ansían tener, al menos, este consuelo, esta ficción de status: ser los protagonistas de la caridad y ver difundidos sus esfuerzos supuestamente invisibles en infinidad de noticias para consumo rápido, simpatía instantánea y olvido inmediato. Caridad que nunca es criticada, sea cual sea su modalidad y contexto, porque, al fin y al cabo, cada comida servida, cada manta repartida, es de agradecer. Caridad que empieza machaconamente por uno mismo con mensajes de “autoayuda” o todas esas imbecilidades que principian por afirmar que la crisis es ocasión de oportunidades. Caridad peligrosa que oculta que una de las peores manifestaciones morales de la crisis es que, con otras cosas, nos han arrebatado la posibilidad de ser estructuralmente solidarios. Porque nuestros impuestos no sirven casi para educar o curar: se van para bancos de nombre extranjero o pago de deudas ignotas, resultado de quiebras esperpénticas motivadas por los afanes crematísticos de algunos o por la elefantiasis de la soberbia de otros. Sensiblería y caridad disparatadas en ocasiones, que comen el terreno a la propuesta. Y que en todos, en mi también, dejan un desgarro de impotencia, que es donde pone el huevo de la incertidumbre la bestia laberíntica del capitalismo actualizado, ese animal líquido que hace de la ausencia de discurso autolegitimador la mejor legitimación de sus miserias y proezas, el paisaje amargo de las personas en crisis.

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