miércoles. 24.07.2024
Imagen de un títere[1] generada con el programa de DEEP AI, INC
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Resumen

En un comunicado, las juventudes del PSOE han reconocido que los posicionamientos de [Isabel]García les "preocupan". La nueva responsable del organismo adscrito al Ministerio de Igualdad cargó contra la ley trans impulsada por Irene Montero porque promovía la "dictadura queer" y el "borrado de las mujeres". Desde Sumar y los colectivos trans han reclamado incluso que la ministra Ana Redondo revocase el nombramiento.” (Europa Press, 31/12/2023)

El revuelo que provocó el nombramiento de Isabel García Sánchez como directora del Instituto de las Mujeres muestra el pus retenido de una herida mal cerrada. Los airados y feroces ataques, con petición de su cese o dimisión, que ocurrieron cuando el germen del presente ensayo apenas si apuntaba maneras, han vuelto a la palestra [2], lo que nos lleva a pensar que el tema que aquí trataremos (tomar el género por el sexo, semiótica mediante) no puede estar de más y mayor actualidad. De hecho, nunca nos dejó del todo en paz, aunque a veces otras urgentes realidades nos escondieran su importancia.

Aunque no pertenezca al estudio sobre género y sexo, la reflexión que sigue analiza lo que pasa en política, es decir: en la sociedad, cuando se mezcla género y sexo.

Atreverse a opinar no sólo es lícito, sino necesario, y aunque en algún momento pueda parecer un texto extemporáneo, hay buenas razones para ni sentirnos arredrados ni eludir este espinoso tema. Su desarrollo aportará con toda seguridad, y por lo bajo, acusaciones de ser insensibles o ciegos, cuando no, por lo alto, de ser rojipardosprotofascistas y tránsfobos. Es el pago por el kantiano “Atrévete a pensar”.

García Sánchez se atrevió a pensar, y se atrevió a exponerlo públicamente, pero con un pero:

Fuente, la cuenta de Isabel García Sánchez en X.
Fuente, la cuenta de Isabel García Sánchez en X

El “pero” (o dicho con el gracejo de La Mari, -@LaMari5507564-, ese “Donde dije digo, digo DiegA”) está contenido en expresar enfáticamente su “total y absoluto compromiso con la Ley 4/2023, de 28 de febrero, para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI” (García Sánchez, El País, 30/12/2023). Excusatio non petita, accusatio manifesta...

Atreverse a opinar no sólo es lícito, sino necesario, y aunque en algún momento pueda parecer un texto extemporáneo, hay buenas razones para ni sentirnos arredrados ni eludir este espinoso tema

Quiere García mostrar un cambio, pero lo hace sin argumentar por qué y en qué ha cambiado su proceder o pensar, sin explicar qué no fue correcto y sin mostrar qué aprendió del error, por lo que no sólo la excusatio no ha servido, sino que ha sido acicate para hacer aún más grande la accusatio, para volver a mostrar que una herida mal cerrada nunca es solución y siempre es fuente de problemas: “No sirve lamentarse de que «comentarios personales» hayan podido «causar ofensa» cuando encima sólo lo haces para aguantar en el cargo y sigues pensando exactamente lo mismo. Contribuir a demonizar a las personas trans o luchar contra sus derechos no es personal, es político.” (Elizabeth Duval, El País, 30/12/2023).

Todos debemos, porque podemos, atrevernos a pensar y exponernos a las críticas de terceros, y rectificar si es el caso aportando claramente las razones del porqué. Por ello asumimos la responsabilidad de exponernos a crítica al sostener la tesis del presente texto: advertir del grave peligro en que se incurre al usar de forma espuria la semiótica -el conocimiento del uso de los símbolos- para provocar reacciones y no para analizar el porqué de la realidad de esos sentires en busca de su merecido reconocimiento.

Otra forma de expresar la tesis: el peligro de decir género por sexo, o convertir el sexo en género, es, semiótica mediante, hacer de la apariencia realidad y es convertir la realidad en apariencia.

Y allí donde eso se dé, allí donde una política que diga luchar contra la discriminación por razón de sexo use el género -su consolidación en bloques, su esclerotización esencialista, su cosificación identitaria-, ocurre que los que defendemos abolir la discriminación que la mitad de la ciudadanía sufre por su condición de mujer, si asumimos el género como sustituto del sexo, nos quedamos sin armas, sin discursos y sin capacidad argumentativa.

En esta primera parte trataremos el feminismo de la igualdad, el género como carácter simbólico de la mujer y el camino que va del sexo al género, con el ejemplo particular del Bluestocking.

En una próxima segunda entrega abordaremos las realidades de la mujer biológica, la del sesgo, género y sexo y la de la condición de mujer en la sociedad.

En la tercera y última entrega examinaremos la condición de ciudadanía de la mujer, la semiótica del género y el porqué de parecer ser para ser.

El peligro de decir género por sexo, o convertir el sexo en género, es, semiótica mediante, hacer de la apariencia realidad y es convertir la realidad en apariencia

Feminismo de la igualdad, basado en la diferencia

Clara Serra ha dejado escrito un enjundioso artículo (El País, 12 de diciembre de 2023) en torno a Amelia Valcárcel y a su maestra en el feminismo, la filósofa Celia Amorós.

Sitúa a ambas filósofas en lo mejor de la tradición ilustrada, al frente de lo que denomina “feminismos de la igualdad”, advirtiendo que “La historia reciente del feminismo en nuestro país no se entendería sin hacernos cargo de la hegemonía que ha tenido una corriente de pensamiento que ha ocupado durante décadas posiciones clave en la universidad española, [llegando] a alcanzar una importante influencia política e institucional” (todas las citas de este capítulo, excepto aviso contrario, lo son del artículo citado).

De Amorós, pero especialmente de Valcárcel, Serra aprecia, y con ella acordamos en apreciar, una crítica al esencialismo, a todo intento de connotar el concepto de “mujer” con una identidad granítica, colectiva, boscosa. Bloque homogéneo en el que muy gustosamente el patriarcado y las derechas ubican a la mujer -pensemos, según nos recuerda Ruth Toledano, aquello tan casposo de “A mí me gusta que la mujer sea mujer mujer” del expresidente AznarelDiario.es, 13/01/2013-, una identidad esencialista que las “vuelve seriales, indiferenciables e indiscernibles”.

Renunciar a una esencia, a una identidad esencialista va -debe ir- parejo a exigir la individuación, el derecho a la diferencia, la muy total libertad de ser mala persona. Y aquí Valcárcel, con su reivindicación del “derecho al mal”, con su advertencia sobre considerar a las mujeres, como un bloque, nos recuerda que pensarlas, a las mujeres, como un todo, un colectivo y predicar de todas ellas que son (y por ello, que deben ser o fallarán en tanto que mujer) “más pacíficas o más cuidadosas, menos competitivas o violentas, más solidarias o generosas” no es si no la peor trampa dialéctica del patriarcado.

Amorós, rememorando en una entrevista en El País (15/03/2019) a la que a su vez fue su maestra, Clara Campoamor, remacha el derecho de la mujer a su plena y libérrima individuación, y recuerda a su mentora como "Una persona que dijo «soy ciudadano antes que mujer»".

¿Un feminismo de la igualdad basado en la diferencia?

No es contradictorio, aunque lo parezca, pues ambos operadores, el de la igualdad y el de la diferencia, trabajan en planos distintos; y el segundo -el derecho a la diferencia individual- potencia al primero: el derecho de toda persona a ser tratada antes como (igual) ciudadana que como (distinto) colectivo étnico, cultural, ideológico, sexual o de género -sea lo que sea que atribuyamos a “género” como colectivo.

Es en la diferencia que promueve la individuación ilustrada, en el respeto del derecho de toda persona a ser tomada de una en una, en el radical “«soy ciudadano antes que mujer»", en la equidad de ser juzgados por nuestros actos, y no por unas supuestas afinidades comunitarias basadas en símbolos y estéticas, donde la igualdad tiene posibilidades de darse. Por eso el derecho a la diferencia, a nuestra diferencia como individuo del resto de individuos (de cualquier colectivo, aún de los legítimos), es la condición de posibilidad de un feminismo de la igualdad, y con él, de una igualdad legítima y no uniformadora, de una igualdad ciudadana.

No compartimos todo lo que Serra dice, aunque sí le reconocemos un nivel de análisis y reflexión que para sí quisieran muchas y muchos de los que hablan y pontifican tanto a favor como en contra de su posición ante el feminismo de la igualdad y lo trans. Con personas con la actitud y la aptitud de Serra da gusto dialogar y discutir, por eso ofrecemos el presente texto como una reflexión abierta, porque como la propia Serra reconoce, y querríamos conseguir, “toda buena teoría hace que desde el interior de sus propios términos se abran disputas posibles”.

El derecho a la diferencia, a nuestra diferencia como individuo del resto de individuos, es la condición de posibilidad de un feminismo de la igualdad, y con él, de una igualdad legítima y no uniformadora, de una igualdad ciudadana

Mujer simbólica

¿Por qué se acusa de perpetuar el género a quienes más sufren las consecuencias de su existencia?” (Serra)

El ser humano es un animal social, lo que no es decir mucho, pues conocemos de muchas especies de animales que también son sociales. El lobo, por ejemplo. El ser humano necesita ser reconocido por sus pares. Tampoco es una característica excepcional dentro del mundo animal. Incluso la cultura parece ser que es algo compartido en un grado u otro con algunas especies. El ser humano es simbólico (distinto de abstracto, capacidad de la que, por lo menos, disponen todos los cordados), y esta cualidad, la de usar y necesitar la simbolización, sí que es, mientras no se demuestre lo contrario, un atributo único y propio de nuestra especie.

Es porque somos animales sociales, con capacidad de abstracción y buscadores de reconocimiento que cuando decimos que si alguien anda como un pato, come como un pato, grazna como un pato y nada como un pato, entonces tenemos por prácticamente seguro que es un pato (o el Canard digérateur de Vaucanson). Esta inferencia es fruto de nuestra parte animal, de un análisis inductivo, inmediato, sujeto al pensamiento rápido, necesario para nuestra supervivencia en tanto que animales y que anida en lo más íntimo de nuestra genética.

Pero el ser humano, a diferencia del resto del reino animal, no sólo tiene capacidad de abstracción. El ser humano es simbólico.

E inventamos símbolos, es decir, asignamos a la realidad signos, y luego nos referimos a la realidad a través de esos signos: eso es ser seres simbólicos. Y sobre eso, sobre el uso de las palabras para referir, significar, la realidad, pocas personas nos pueden ayudar como la gran María Moliner y su "Diccionario del uso del español", publicado en 1967. 

Lingüística: «Mujer» se refiere a mujer. «Mujer», símbolo, palabra, concepto, se refiere a mujer, realidad, persona -o personaje- con existencia real -o literaria. Moliner es taxativa: “mujer 1 f. Persona del sexo femenino. A diferencia de «niña», persona de sexo femenino adulta.

La semiótica -o semiología- es el estudio de los símbolos o signos. Una parte interesante e importante de esta disciplina es el análisis del porqué del uso de unos u otros determinados símbolos. Tomemos, por ejemplo, el aviso de “peligro, escolares”:

Fuente, buscador de imágenes de Google
Fuente, buscador de imágenes de Google

La semiótica nos obliga a reflexionar sobre los símbolos utilizados: qué edad y género han sido los escogidos (niño, niña, varón, hembra), qué representan y en qué orden jerárquico aparecen (quién y cómo uno acompaña, guía, arrastra al otro), hacia donde miran (derecha, izquierda), cómo se mueven (andan tranquilos, ligeros, rápidos), qué tipo de iconos usan (abstractos, figurativos). Y de esa reflexión podemos extraer información sobre la sociedad en la que esos símbolos son usados, pues denotan mucho y connotan aún más.

Cuando hablamos de género, y no de sexo, y como dice Moliner en su Diccionario (Apéndice, apartado 4.1.1 ‘El género en el sustantivo’), debemos tener presente que en los sustantivos, es decir en los significantes, en los símbolos, el género es una de sus propiedades (“Los géneros del sustantivo son el masculino y el femenino.”), y en los seres animados, prosigue Moliner, a veces concuerda con el sexo, y a veces no.

Los niños, niñas, hombres y mujeres que aparecen en las anteriores imágenes de tráfico son símbolos, son “niños”, “niñas”, “hombres” y “mujeres”, es decir, son signos que tienen género, pero no sexo. Y asociamos a esos signos un género por la apariencia que tienen, precisamente porque parecen ser -o porque el diseñador quiso que parecieran ser, es decir, se nos aparecieran como- niños, niñas, hombres o mujeres, generando automáticamente nuestro pensamiento rápido la relación entre el género del símbolo y el sexo de lo simbolizado.

La semiótica nos obliga a reflexionar sobre los símbolos utilizados: qué edad y género han sido los escogidos, qué representan y en qué orden jerárquico aparecen. Y de esa reflexión podemos extraer información sobre la sociedad en la que esos símbolos son usados

Del sexo al género

El género, como sinónimo eufemístico de sexo en su sentido informal (“Órganos sexuales externos” [3]) nace “en el puritanismo victoriano de los británicos, durante el siglo XIX, cuando las clases dominantes evitaban decir sex porque esa palabra se contaminaba del juicio hipócrita que les merecía su práctica. Para sustituirla, eligieron el eufemismo gender, que un siglo después llegaría al español traducido como «género»” (Alex GrijelmoEl País, 4 de julio de 2021).

Y, sí, el idioma lo forman los hablantes, y nada hay que decir porque no hay mayor soberano sobre la lengua, pero tal parece que de la mano de llamar género al sexo pudiera volver un insólito puritanismo que, queriendo eliminar aquél por ser expresión de la imposición del patriarcado machista -estos quieren “perpetuar el género”, según dice Serra-, no sólo no lo elimina, no sólo lo ensalza a identidad diferenciadora (pero como colectivo, no como individuo), sino que convierte en extrañamente sospechosa a la palabra sexo.

Con todo, el camino del sexo al género es más complicado. Hay dos grandes líneas que, convergiendo en reconocer que el género es una construcción social (Simone de BeauvoirEl segundo sexo, “No se nace mujer, se llega a serlo” [4]) usada por el poder -patriarcal- para imponer un rol (volvamos a recordar la afirmación de Serra y la voluntad de ese poder de “perpetuar el género”), divergen en si el género, en tanto que construcción social, es o no es equivalente, es o no es conceptualmente igual que el sexo.

La línea de pensamiento que considera que género y sexo son lo mismo tiene su máxima valedora en Judith Butler –para quien distinguir entre sexo biológico y género (sexo social, en sus palabras) es ininteligible y un sinsentido-. Sostiene, con un pie a conciencia en el discurso posmoderno, que el sexo de los cuerpos sexuados no tiene “ningún estatus ontológico” (sic) fuera o más allá del discurso que lo constituye como realidad.

Para Butler los cuerpos femeninos y masculinos no tienen existencia independiente, sino que su realidad es construida de tal forma por la sociedad que la manera como entendemos el género determina cómo entendemos el sexo, siendo así que, más que ser lo mismo, el género es previo y tiene prevalencia sobre -pues determina de forma causal- el sexo. Esta dependencia causal del sexo con respecto al género es lo que, según Butler, permite decir que no hay diferencia entre los dos conceptos, que son uno y lo mismo, y que el concepto que importa política y socialmente, por su prevaler, es el género.

La segunda línea de pensamiento, aún aceptando el género como construcción social, y el sistema sexo-género como una herramienta de opresión en un sistema patriarcal y de control del modo de reproducción (Gayle Rubin. “El género es una división de sexos impuesta socialmente. Es un producto de las relaciones sociales de la sexualidad. Los sistemas de parentesco se basan en el matrimonio. Por lo tanto, transforman a hombres y mujeres en “hombres” y “mujeres” [5]), diferencia el significado -la realidad a la que apuntan- de ambos sustantivos.

Esta dependencia causal del sexo con respecto al género es lo que, según Butler, permite decir que no hay diferencia entre los dos conceptos, que son uno y lo mismo, y que el concepto que importa política y socialmente, por su prevaler, es el género

En ambos casos juega el concepto de performatividad del discurso: cuando el médico llama niño o niña a un recién nacido, no está haciendo, afirman, una afirmación descriptiva, sino normativa. Pero lo que para Butler es una opresión que sólo la desaparición del sistema sexo/genero -su anulación como conceptos con correlato con la realidad- puede suprimir, para Rubin el objetivo sería “soñar con la eliminación de las sexualidades y los roles sexuales obligatorios. El sueño que encuentro más convincente es el de una sociedad andrógina y sin género (aunque no sin sexo), en la que la anatomía sexual es irrelevante para quién es uno, qué hace y con quién hace el amor” [6].

Al asignar a una persona un género como parte esencial de su identidad -incluso el género fluido o el no género es un género, pues “género” es la opción con que, en este sentido, nos construimos o nos construyen-, obligamos a esa persona a superponer sobre su sexualidad -con sus libérrimas preferencias y variados intereses sexuales- el atributo de símbolo: su género, que pasará a identificar a la persona con su símbolo, el del género, y por extensión convertirá a su cuerpo -su apariencia- en objeto del símbolo.

Y semiótica manda: para que el resto de la sociedad identifique el símbolo -su género, en este caso-, éste debe significarse ante la persona misma, y ante cualquier otro, en tanto que apariencia: usar el género, y no el sexo, obliga a parecer – a aparecer como- lo que se dice ser, lo que se quiere significar. Y el símbolo podrá ser imagen o texto, pero deberá ser símbolo, deberá ser, semióticamente hablando, un signo comprensible tanto por él mismo como por el resto de la sociedad.

La persona, una vez acepta ser símbolo, se ve comprometida a actuar de forma performativa, a vivir un constante performance para mantener el símbolo -la apariencia de su género- en pie. Que lo hagamos de natural, el usar símbolos mediante la imagen o el texto, es, valga la redundancia, natural, como cuando al donar sangre nos simbolizamos en el formulario mediante H/M. Entre el símbolo (el significante “H/M”) y la realidad que simboliza (el significado, hombre o mujer) se da una necesaria relación que el Servicio de Salud precisa para el buen fin de sus procedimientos de donación de sangre. Y no los precisa por una construcción social arbitraria o perversa.

Que usemos una ropa u otra, un peinado u otro, que nos maquillemos o no para tener -y mostrar- una u otra apariencia y que todo ello en otros entornos sea un símbolo cuyo significado pueda llevarnos a ser leídos o vistos de una u otra forma -pareja a lo que la persona quiera simbolizar-, ni le interesa ni le importa al Servicio de Salud. Ni a los procedimientos de donación de sangre. Ni al receptor de la sangre.

Si desligamos el sexo de la apariencia, como sueña Rubin, la sexualidad (en tanto que “Conjunto de prácticas encaminadas a obtener el placer sexual”, Moliner) no sufre pérdida. Si desligamos el género de la apariencia, y siendo que es la apariencia lo que mantiene al símbolo, el género pierde todo sustento, se convierte en nada. Por eso, quien quiera identificarse por el género, dará irónicamente la razón a Butler y -sin ironías- también a Serra, pues verá a su ser enjaulado por su parecer, por su apariencia, por el símbolo.

Serra tiene razón al decir que los oprimidos por el género, o en palabras de Rubin, los sufrientes de “las intervenciones sociales que dictan como una mujer y un varón deben comportarse”, no quieren perpetuar el género, pero quien usa el género como herramienta para hacer valer la diferencia, no como persona individuada, no en tanto que ciudadana, sino como colectivo, quien así obra refuerza el género, lo perpetúa y, aunque no quiera, enjaula la libertad del ser en la prisión de las apariencias.

La persona, una vez acepta ser símbolo, se ve comprometida a actuar de forma performativa, a vivir un constante ‘performance’ para mantener el símbolo -la apariencia de su género- en pie

Bluestocking

Si las personas definen las situaciones como reales, éstas son reales en sus consecuencias” (W.I. Thomas, sociólogo, The child in America: Behavior problems and programs (1928))

Definir a la mujer, en el sentido de definir su condición en la sociedad en tanto que mujer, tiene consecuencias muy reales, muy dramáticas y muy trágicas.

Definir la condición de mujer más allá de lo que Campoamor reclama, «soy ciudadano antes que mujer», es dar un paso más allá de la mera descripción para entrar en el cenagoso terreno de la prescripción. Sin embargo, describir, para entender, es necesario. Por ello, y en función del tema tratado en cada uno de ellos, hemos descrito parte de esa condición de mujer en anteriores artículos [7] publicados en Nuevatribuna.es, descripción que no agota la realidad enajenante con la que las mujeres, una a una y por ser pensadas por el patriarcado como un colectivo uniforme, se encuentran día sí y día también.

Explica la historiadora y ganadora en 2016 del premio Príncipe de Asturias Mary Beard que cuando va a una entrevista de trabajo, y para dejar clara su posición beligerante en cuanto a su condición de mujer y académica, calza medias azules [8]. Beard, con este gesto, que recomienda a sus alumnas, cambia el sentido de lo que fue un insulto [9] convirtiéndolo, semiótica mediante, en un estandarte del feminismo combatiente: «"Así que me compré unas medias azules, como para decirles: 'A ver quién se atreve ahora a ir diciendo por ahí que soy una listilla'. Y si alguno se atreve, que sepa que lo sé, y que me da igual", zanjaba entre risas.»

La condición de mujer no varía por tan sólo usar unas u otras palabras. La semántica de un signo no varía por ninguna magia performativa de la palabra, todo varía siempre con posterioridad y en paralelo a que la realidad cambie. Varía porque antes esforzadamente se ganan los espacios públicos y privados, y esas victorias fuerzan tanto el cambio de la condición de mujer como el cambio de significado del símbolo, pues como bien sabe y nos hace ver Beard, no es ensalzando el signo, no es fortaleciendo el símbolo, sino negándolo desde la realidad -desde el cambio que con su esfuerzo Beard provoca en la realidad- cuando ocurre que ese colectivo donde la quieren enjaular, el de las Bluestocking, se desvanece.

La condición de mujer no varía por tan sólo usar unas u otras palabras. La semántica de un signo no varía por ninguna magia performativa de la palabra, todo varía siempre con posterioridad y en paralelo a que la realidad cambie

El género (“Conjunto de seres que tienen uno o varios caracteres comunes” RAE) de académica listilla, de Bluestocking, se disuelve como un azucarillo en el agua ante la realidad que Beard impone (catedrática en la Universidad de Cambridge, fellow del Newnham College y profesora de literatura antigua de la Royal Academy of Arts), pero también, y no menos importante, al rehusar Beard a ser definida por él.

Esta misma historiadora, en una reciente entrevista en El País, ante la pregunta de si la discriminación que conlleva la condición de mujer es eterna, contesta:

Este es un problema con el que aún nos enfrentamos. El mundo romano, como el griego o como las sociedades más tempranas, tenía una división rígida de las funciones sociales entre hombres y mujeres. Nos podemos remontar hasta las cuevas y no tengo ni idea de por qué. Pero desde las primeras comunidades, los hombres luchan fuera y las mujeres están dentro, crían hijos.” (Entrevista a Mary Beard, El País, 13/11/2023)

Y allí donde Beard se refiere a la violencia en general, podemos decir con ella, mutatis mutandis, que ante la violencia que la discriminación ejerce sobre la mujer por su condición de mujer “Ahora sabemos que no es bueno. Aún lo hacemos, no hemos resuelto el problema [...], pero ya sabemos que eso no se hace. Hemos avanzado, somos mejores. Ni usted ni yo quisiéramos volver atrás.

Nota: En los dos siguientes artículos trataremos de la mujer biológica, la condición de mujer en la sociedad y, por último, sobre la condición de ciudadanía de la mujer, la semiótica del género y el porqué de parecer ser para ser.


[1] “Commercial use is permitted for the generated images. You may utilize these images for any legal purposes. For full details, please refer to our Terms of Service. The generated images are considered public domain and hence, they have no owner. The images generated by the AI are not subject to copyright”, DEEP AI, INC.
[2] Hoy, varios meses después de iniciar el proceso de documentación para los presentes textos, la herida vuele a supurar: “Sumar y Podemos exigen el cese inmediato de Isabel García en el Instituto de las Mujeres por "corrupción" y "transfobia". Ana Redondo, ministra de Igualdad, ha solicitado tiempo para que García presente sus explicaciones y defienda la legalidad de sus acciones.” Público / EFE 18/07/2024. Y no es sólo que los conceptos de “presunción de inocencia” y “carga de la prueba” brillen por su ausencia (“La directora del Instituto de las Mujeres nunca debió ser nombrada. La transfobia es injustificable; usar una institución trascendental en la lucha contra las discriminaciones para el enriquecimiento personal, también. Debe ser cesada de inmediato.” Sumar; “Queda claro que el PSOE quería “recuperar” el Ministerio de Igualdad para hacer políticas feministas. La Directora del Instituto de las Mujeres debe ser cesada. Pero no olvidemos algo: no es más grave la corrupción que la transfobia.” Irene Montero), es que con ocasión del nuevo cuestionamiento, vuelve a ser acusada de transfobia.
[3] Moliner, entrada del Diccionario de uso del español, edición abreviada, Ed Gredos, Madrid, 2000, “sexo 1 m. Biol. Carácter de los seres orgánicos por el cual pueden ser machos o hembras. Circunstancia de ser macho o hembra un ser orgánico. 2 (inf.) Órganos sexuales externos. 3 Conjunto de prácticas encaminadas a obtener el placer sexual. / Bello sexo [o sexo débil] (inf.; «El»). Las mujeres. / Sexo feo (hum.; «El»). Los hombres. / S. fuerte («El»). Los nombres.
[4] Hay que ir pensando en romper una lanza contra (sí: contra) esta famosa máxima beauvoiriana. Por dos razones. Una ya la hemos expuesto, y es la trampa de exigir a las mujeres un plus para, de alguna manera, merecer ser mujeres. La segunda es corolario de la anterior razón: si no se les exige exclusivamente a las mujeres hacerse y no sólo nacer, la frase debería ser “no se nace persona, se hace”. Y es cierto. Nacemos llenos de potencias, pero para convertirlas en acto (ser ciudadanos, ser buenas personas, ser éticos, incluso tan sólo ser humanos...) no basta con nacer, hay que hacerse. Y en ese muchas veces doloroso hacerse -que cumplimos tanto mujeres como hombres-, por las decisiones que tomaremos, por las renuncias a las que nos someteremos, la única esperanza que nos quedará será que se cumpla el viejo adagio latino: Dulcius ex asperis (Más dulce después de las dificultades). Sólo lo difícil, y lo es el llegar a ser persona, es dulce. Así que sí, somos el resultado de una construcción social, en la que participamos en función de nuestras potencias y de nuestras circunstancias. Pero ello no es malo de por sí ni tampoco eludible, porque sin una sociedad que nos ampare, no llegaríamos ni tan sólo a ser humanos.
[5] “Gender is a socially imposed division of the sexes. It is a product of the social relations of sexuality. Kinship systems rest upon marriage. They therefore transform males and females into “men” and “women”,...” Gayle RubinThe Traffic in Women: Notes on the “Political Economy” of SexReiter, Rayna R. (ed.) (1975). Toward an Anthropology of Women. New York: Monthly Review Press. Todas las citas de Rubin insertas en el presente texto han sido extraídas de este ensayo y traducidas con Google Translator.
[6] “It must dream of the elimination of obligatory sexualities and sex roles. The dream I find most compelling is one of an androgynous and gender- less (though not sexless) society, in which one's sexual an- atomy is irrelevant to who one is, what one does, and with whom one makes love.” Rubin, 1975.
[7] Romanticismo europeo y filosofía. Condición de mujer en China (08/12/2023), Sobre ‘Después de lo trans’(11/07/2023), Libertad (13/05/2023), Dura lex sed lex (23/04/2023), Derechos individuales, deberes colectivos(13/02/2023) ¡Sexo débil! (05/01/2023) y Cuatro verdades o por qué la batalla contra el machismo no tendrá fin (26/06/2022)
[8] «"Hay una antigua expresión inglesa referida a las mujeres académicas, a las eruditas: se les llamaba bluestocking ["las de las medias azules"] y no era ningún cumplido. Venía a decir que esas mujeres no eran para nada sexis. Cuando fui por primera vez a una entrevista de trabajo, pensé: estos hombres (porque la mayoría eran hombres) seguro que dirán cosas sobre mí, dirán: 'Es una auténtica marisabidilla'. Y me dije a mí misma: 'Les voy a dejar claro que ya sé lo que están pensando", le contaba Beard a la periodista Sandra Sabatés en una entrevista reciente en El intermedio. "Así que me compré unas medias azules, como para decirles: 'A ver quién se atreve ahora a ir diciendo por ahí que soy una listilla'. Y si alguno se atreve, que sepa que lo sé, y que me da igual", zanjaba entre risas.» (Entrevista a Mary BeardEl País, 29/06/2019)
[9] «"Las azules, esa tierna tribu que suspira por los sonetos", escribía Lord Byron en su poema Don Juan, quien también le recomendó a la poeta Felicia Dorothea Hemans "tejer calcetines azules en lugar de usarlos"» El País, 29/06/2019, recomendación basada en la condición de mujer en la sociedad del siglo XVIII, que no soportaba que Elizabeth Montagu, escritora y crítica literaria británica, y Elizabeth Vesey, intelectual irlandesa, fundaran un movimiento literario de éxito, la llamada Blue Stockings Society.

Género y semiótica