viernes. 30.08.2024
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En sus orígenes, la cirugía plástica asumía la misión de reparar los daños causados por enfermedades o heridas, con vistas a aminorar sus secuelas físicas o psicológicas. Su vástago espurio, la cirugía estética, pretende en cambio la remodelación artificial de los cuerpos para conformarlos a los cánones imperantes de belleza. Algunas especialidades, como ese drástico método para adelgazar sin dar ni golpe que es la liposucción, se destinan por igual a varones y mujeres. Pero la mayoría de las manipulaciones perpetradas por estos galenos poco escrupulosos, que han trocado el juramento hipocrático por un plato de lentejas deconstruidas, se guardan para el género femenino. Prótesis mamarias de tallas variadas, rinoplastias, plastificaciones del rostro, siliconizaciones de tramos curvos y demás restauraciones de carrocería están a la orden del día. 

La exhibición pública de los daños colaterales no parece desanimar a la audiencia potencial. La evidencia palpable de las catástrofes sufridas por actrices o cantantes apenas reconocibles tras su carísimo paso por el Eduardo Manostijeras de turno debería servir de grito de alarma. Pero la moda es ciega y sorda. Hay un fondo de abyección moral en todo esto, ya que en contra de lo que ella cree, el cuerpo se modela no a gusto de la consumidora, sino al de sus usuarios visuales o táctiles. 

Manipulaciones perpetradas por estos galenos poco escrupulosos, que han trocado el juramento hipocrático por un plato de lentejas deconstruidas

Esa apoteosis de la cosificación se manifiesta en el auge de la himenorrafia. Admisible en casos de trauma o violación, la reconstrucción del himen no lo es si se propone satisfacer el capricho falócrata. Sin embargo, es cada vez más habitual en Estados Unidos o Europa occidental. No es algo nuevo, pues se trata de un recurso ancestral que intentaba, y a menudo lograba hacer pasar por intacta la mercancía nupcial en multitud de culturas que exigían pureza a la recién casada. 

También se utilizaba con otros fines comerciales. Así las filles de joie, sus chulos y alcahuetas podían vender a alto precio su virginidad una y otra vez a una clientela adinerada ávida, al igual que hoy, de sexos a estrenar. El oficio de remendadora de virgos era una de las múltiples habilidades y competencias que debía dominar toda madre Celestina que se preciara de buena profesional. Luego las mujeres de negro fueron suplantadas por los hombres de blanco y sus inmaculados quirófanos. Se lo ofrecían en voz baja a jovencitas que habían tenido una rotura accidental para que no pasaran un mal trago a la hora de la verdad. 

El oficio de remendadora de virgos era una de las múltiples habilidades y competencias que debía dominar toda madre Celestina que se preciara de buena profesional

Estos usos no solo siguen siendo actuales, sino que parecen ir en ascenso. Se les añade el recauchutado ad hoc más o menos voluntario en los días anteriores a la boda. En España la broma sale por unos miles de euros. En un reportaje televisivo, una mujer a punto de contraer segundas nupcias se mostraba exultante por hacer ese regalo a su nuevo marido. Estamos ante la versión acomodada y consumista de los esclavos felices. Pues esa opinión está lejos de ser un caso aislado en el mundo rico. Se acepta de buen grado y hasta se reivindica como un adelanto la sumisión a uno de los más denigrantes clichés machistas.

Me gustaría que alguien me explicara en qué se diferencia esta práctica aberrante de la estricta exigencia, en tantas culturas patriarcales, de pruebas textiles de la virginidad de la novia firmadas con sangre. La tenebrosa idea que se desliza sigilosa por el fondo de ambas experiencias es la misma: la obediencia servil a las órdenes del Falo rey.

El Falo rey