martes. 08.10.2024

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Empecé a ver la serie televisiva La fundación porque la obra literaria de Asimov siempre me ha gustado; no sólo esta trilogía en concreto, sino toda su obra (a excepción de Asesinato en la convención, a la que no acabo yo de pillarle el punto). Y es curioso que, lo mismo que me impulsó a asomarme al primer capítulo haya sido lo que me retiene en otras series, como Cien años de soledad, o Pedro Páramo; amo esos espacios, esos personajes, sus vidas, y no quiero perder la imagen personal que tanto aprecio. El ser humano y sus contradicciones.

En todo caso, una de las cosas que me gusta de La fundación cinematográfica es que mantiene elementos de la original y la intención general del proyecto literario, pero ha sabido adaptar una narración historiográfica a otra más ágil, ha actualizado algunos personajes relevantes, ha sabido combinar la preocupación de cosas de siempre de las que Asimov se había hecho eco, con preocupaciones más actuales, como el cambio climático, la representación de género, el reconocimiento y respeto de las múltiples formas de vivir la sexualidad, la desinformación, etc.

Ha sabido combinar la preocupación de cosas de siempre de las que Asimov se había hecho eco, con preocupaciones más actuales

Hay un elemento mejorado, creo yo, y que es una reflexión muy actual: el personaje de los Cleones. Un hombre que se replica a sí mismo durante generaciones para convertirse en el hilo inmutable que sostenga la idea de perfección, necesidad y suficiencia del imperio como modelo político. No hay sucesión perceptible entre clones, además, pues, simbolizando el paso del tiempo para pretenderlo inmutable, tres seres comparten el gobierno con el mismo diseño genético: Despunte, Día y Descenso. Las variaciones en este patrón son consideradas debilidades, imperfecciones y, en su devenir trágico, se proyectan a la sociedad como herejías; aunque, por supuesto, a medida que un Cleón fallece, otro, cultivado en un tanque, es puesto en su lugar. Mismos gustos, mismos gestos, mismas inflexiones de la voz, mismo concepto de la autoridad, de las relaciones sociales o su falta de ellas. Siempre lo mismo. Tres hombres mirándose invariablemente en el espejo de otra edad, reconociendo lo que han sido y lo que serán. 

Resulta que no es sólo ficción. Ya conocemos casos de actores cuyos rostros, morfología y voz han sido registrados y almacenados para que una IA los reproduzca en películas como Alien: Rómulus, este verano, en que Ian Holm, ya fallecido, es recreado como villano. Lo mismo ocurre con la voz de James Earl Jones (Darth Vader) y con las últimas escenas de la maravillosa Carrie Fisher como Leia. 

Entiendo la emoción de los familiares y la nuestra. En ambos casos, aunque no sean comparables, hay una sensación de restitución, al menos de su trabajo, que nos conmueve. Al mismo tiempo, creo que estirar el chicle es fijarlos en una forma de actuar en el mejor de los casos y convertirlos paulatinamente en otros, cuyas diferencias y sutilezas ya no corresponderán a la genialidad de su trabajo, sino de otros. Crecer y renovarse ya no será un logro de su identidad. Tal vez sea un espectáculo maravilloso, pero alienado. 

La nostalgia y las frases hechas, que tan hermosas son en los álbumes de fotos familiares y tan divertidas en los bares, siempre han sido una trampa

Creo que esta práctica, como la de los numerosos remakes y las trigésimas partes de una saga, responden a una lógica capitalista que se nutre de la nostalgia de quienes estamos entre los treinta y cinco y los sesenta y cinco años. Es una cárcel de la creatividad y un simulacro que se enriquece a costa de satisfacer nuestro consumo -que no ejercicio crítico-, incapaz de superar la necesidad narcisista y asustada de seguir configurando el mundo a la manera de los últimos cuarenta años. Tal vez las incertidumbres, la precariedad y el futuro nada agradable que estamos construyendo nos hayan sumido en un ensimismamiento miserable. 

Los Cleones tienen poder, menguante, pues el universo se mueve sin su permiso, pese a todas sus certezas. Pero no tienen esperanza. No crecen, no exploran, no se prueban a sí mismos, no experimentan, no se comunican. Solo atesoran; y eso los vuelve soberbios, mezquinos, hirientes. Vivimos rodeados de Cleones; en política de partidos, en las instituciones educativas, religiosas, comerciales, culturales. Pero también hay mujeres y hombres cuyo trabajo es honesto, creativo, crea redes que acogen e impulsan y que trabajan desde la memoria para crecer. La asociación El Olivar, por ejemplo, en Madrid, Hortaleza. En medio de este lugar hostil para la vida en que la ciudad se va convirtiendo, un barrio y sus gentes trabajan para renovarse y ser vida nueva. Como ellas, muchas más. Basta ya del mantra del “son todos iguales”. No es verdad. La nostalgia y las frases hechas, que tan hermosas son en los álbumes de fotos familiares y tan divertidas en los bares, siempre han sido una trampa. 

Trampa