domingo. 30.06.2024

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Narrativa | JOSÉ LUIS IBÁÑEZ SALAS | @ibanezsalas

He leído con gusto si bien con algo de decepción final la decimotercera novela del escritor español Fernando Aramburu, titulada El niño, que es además el cuarto libro de su serie Gentes vascas y apareció en los primeros meses de 2024.

Trataré de explicar lo de la decepción. También lo de leer con gusto a Aramburu, el autor de la inconmensurable Patria.

Por cierto, comienza Aramburu por advertirnos del principal ardid literario de la novela (como si el ardid no fuera suyo):

“Los lectores de este libro encontrarán una decena de pasajes en los que la novela, si no he entendido mal, pretende glosarse a sí misma. Quien ahí se expresa en primera persona es el propio texto, consciente, según él mismo afirma, de consistir en un conjunto de palabras transmisoras de una historia. En ocasiones se permite dirigir algún que otro reparo a quien lo escribe, cosa que, hecha en público, no ha de resultar por fuerza agradable al aludido”.

Una novela (realista, para algunos costumbrista, de las de toda la vida) glosándose a sí misma. Vaya, vaya… Una novela en la que uno de sus principales protagonistas (el abuelo de Nuco, el niño, el niño muerto, no avanzo gran cosa, no te destripo nada) “prefiere los pájaros a las personas”. Una novela en la que, cómo no, juega algún pequeño papel la tan traída y llevada memoria (no hablo de la histórica, no):

“Ya sabemos que la memoria funciona por su cuenta. […] Oscila entre olvidar y recordar, y en el fondo se alegra de no tener un control directo de sus recuerdos. Aprender a vivir con ellos ha sido en todos estos años uno de sus mayores desafíos”.

Una novela que vuelve a evidenciar “que la vida no se detiene” y también “que hoy le arrea un palo al uno y mañana se lo arrea al otro, y no hay más argumento”

Escuchemos al texto que pone (en cursiva, eso sí) reparos a quien lo escribe:

Yo no me veo sino como un humilde texto partido en secuencias, una suma de palabras dispuestas de tal modo que contengan significación. Ni siquiera me es dado escudarme en la coartada del estilo. Comparaciones audaces, metáforas brillantes, abundancia de tropos en mí no se hallarán, aunque tampoco soy o creo ser el resultado de lo que sale de una churrera de prosa funcional”.

Ese texto nos da el contexto del triste libro, de esta novela empeñada en que al leerla recreemos y de alguna manera sintamos (como nos ayudan y enseñan las novelas a hacerlo) el dolor de sus personajes: su vacío, su pérdida, su desesperanza, su incapacidad para comprender no ya el futuro, sino el presente del que son brutalmente arrancados.

Ayer su madre, su padre, dieron un beso al niño, conversaron con él, lo condujeron de la mano, y ahora esa criatura que atesoraba tanto futuro está ahí tendida en la morgue de un hospital, muerta, muerta del todo; más muerta, imposible. Dentro de unas horas comenzará la descomposición natural del organismo y pronto el niño será tan sólo una imagen convocada con pena al pensamiento; unas fotografías, ¿te acuerdas?; un nombre pronunciado en la soledad teñida de nostalgia o esculpido en una lápida que irán desgastando sin compasión la intemperie y el tiempo.

El 23 de octubre de 1980 cayó en jueves. Cincuenta alumnos de entre cinco y seis años, además de tres adultos, perdieron la vida como consecuencia de una explosión de gas propano en un colegio de Ortuella. Yo, esto, como incontables textos que me precedieron, lo puedo y acaso lo debo testimoniar. Para ello basta una cantidad determinada de palabras que nombren y describan. No logro, sin embargo, librarme del temor de incurrir a mi pesar en la obra de arte, en la demasía literaria, y terminar componiendo un librito con aspecto de novela, el cual podría correr el albur de suscitar en los posibles lectores aprobación e incluso elogios a costa de una tragedia que supuso un mazazo atroz en la vida de numerosas familias”.

Es el texto mismo el que desea que quien le escribe no exagere todo aquello, no lo frivolice ni lo desvirtúe “derramando sobre mí sensacionalismo verboso y artificios literarios propios de un cronista insincero”. Y no, Aramburu, que no es ningún cronista insincero ni un frívolo que se vale de la sobredimensión del horror para mecernos en él sin tapujos pero sin añadidos insensibles y tramposos, lejos de desvirtuar aquella realidad la convierte nada más y nada menos que en literatura. Literatura probablemente necesaria.

Es El niño “el relato de vivencias individuales, íntimas, intransferibles”, en absoluto un “seco reportaje” y mucho menos “un tratado historiográfico”, en el que a los lectores no nos es dado “separar lo inventado por el autor, a menudo de forma involuntaria, y el testimonio verídico”. Como la novela que es. La novela corta que es, carente de “análisis abstrusos relativos a la psicología de personajes o a la situación social de la época”, sin que, eso sí, dejemos de apreciar la hondura psicológica de aquéllos o comprender esencialmente la sociedad en la que viven. Una novela que vuelve a evidenciar “que la vida no se detiene” y también “que hoy le arrea un palo al uno y mañana se lo arrea al otro, y no hay más argumento”. Una novela de Aramburu, en suma, que nunca escribe (aquí también lo dice, lo dice su texto) “con responsabilidad historiográfica”, ya que “su materia de trabajo no es la verdad, sino la suma de detalles que le permita una representación coherente de vidas privadas”. Lo malo es cuando esas vidas privadas dejan de tener interés antes de que la novela acabe. Y eso, eso es lo que me ocurrió a mí: por eso aquello del algo de decepción final del principio de mis palabras sobre El niño.

 “¿Para qué puñetas sirve el dolor?”

El niño. FERNANDO ARAMBURU. Tusquets Editores. Barcelona, 2024. COMPRA ONLINE


JOSÉ LUIS IBÁÑEZ SALAS.Escritor, editor y crítico literario
JOSÉ LUIS IBÁÑEZ SALAS.
Escritor, editor y crítico literario

El niño de Aramburu: el gusto y la decepción