martes. 17.09.2024
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Álvaro Gonda Romano | @AlvaroGonda1

Thriller enmarcado en lo ingenioso del más puro cine comercial. Las casualidades superan las causalidades, proceso que descuida la originalidad de una trama impulsada hacia el entretenimiento banal. Un juego de contrastes menores acicala la imagen de un delincuente atrapado en las vicisitudes poco claras de su infancia; mecanismo que, en todo momento, alcanza a mantener la compulsión bajo control. Sostén especular de un quehacer paternal “ejemplar”, sumido en la expresión de un psicópata “comprensivo”.

El filme legaliza la inserción mundana del delito entre nosotros. Lo policíaco es la eficacia de una persecución que desafía el intelecto del mal y sus disfraces inclusivos. El sistema se apropia de la algarabía, satisfacción adolescente que masifica la presencia de acciones allegadas a panoramas furtivos condescendientes con la escena. Mirada acoplada en la incandescencia de lo obvio; un conglomerado de policías regidos por la experiencia, la madurez del liderazgo femenino no autoriza espacios.

Hartnett evita caer en estrepitosas simplificaciones, se las ingenia en la representación de lo afable hasta límites insospechados. El mal es desenmascarado en retazos de incalculable precisión, momentos improvisados impulsan el destierro, la frondosa intuición solo derrapa al final. Cooper tiene los días contados, aunque no tanto, siempre avizoramos la casualidad que despunta en un horizonte pletórico de recursos; las señales de escape van adjuntando explicaciones que deshilvanan una madeja  de alcance penetrante.

Su director, M. Night Shyamalan, trabaja la escena con orden e ingenio, aunque abusa de la consecución de mojones donde el descuido general opera de modo exagerado; Cooper parece estar rodeado de un montón de tontos que se dejan engañar fácilmente. La ingenuidad ajena oficia de mediadora en la construcción de la inteligencia criminal. El asunto no termina allí, la candidez extiende sus tentáculos, contamina. El magnetismo de Shyamalan es la astucia que declama un producto operando por su marca; somos cooptados por el antecedente una vez más. El público asiste esperando la calidad de un producto que no es tal; el director tiene cosas mejores, Sexto sentido (1999), por ejemplo.

Pero, volviendo a la cinta, podemos alabar la perfecta puesta en escena, las locaciones se articulan en encuadres de pleno sentido, el clima golpea con solvencia, somos transportados a un evento de multitudes típico del siglo XXI. Laberinto de circunstancias que giran en torno a la idea de la fuga en el cumplimiento del deber. Dos ideas que se articulan en la complementariedad asumida en las obligaciones del ser padre. Es la parte “buena” del personaje, jamás claudica en la saciedad del comportamiento criminal, siempre está dispuesto a proteger las diferentes facetas de su identidad, no solo en la satisfacción del deseo, sino también, en defensa de la familia. Y es que Cooper, no se resigna a la incompatibilidad de los roles, por eso, cuesta asociarlo al asesino serial que descuartiza a sus víctimas. Una película que pudo recaer en la violencia, prefiere esmerarse en rescatar la humanidad en las perversiones más atroces, o, al menos, la naturalización de lo que puede surgir en cualquier circunstancia o espacio, más allá de apariencias.

El padre de familia lleva a su hija adolescente a un concierto, rápidamente se entera de la razón detrás de la gran presencia policial: es una trampa para capturar al Carnicero, famoso asesino descuartizador. A partir de este momento, el delincuente intentará escapar de las autoridades sin que su hija lo note.

El suspenso y la tensión son opacados por la casualidad, unida a las habilidades criminales de un experto en el contacto social y la anticipación de intencionalidades. De hecho, las fallas se suceden por errores de observación y cálculo. Acciones mínimas escapan a lo perfectible, única forma de vencer al mal camuflado, esencia en un individuo de facetas naturales que esconden lo inesperado bajo el ropaje del ejercicio de lo personal. Esto se opone a la pericia, en el mero arte del engaño como expresión escindida de una personalidad habitual. Cooper utiliza recursos de desarrollo en la cotidianeidad, es un individuo que no necesita fingir más allá de la utilización técnica de su comportamiento habitual. Lo que hay es el ejercicio de una intencionalidad aplicada a circunstancias donde la supervivencia está en juego. Cooper es lo que es y lo traslada como herramienta técnica al campo del delito. La fórmula del engaño trasciende lo que es en cuanto intención, el Carnicero no despeja la formulación de un ser real frente a la ficción en la vida familiar. Cooper y el criminal se aúnan en una misma figura que solo varía en la intención de recursos propios de una misma persona.

Shyamalan recluta los servicios de su hija Saleka en el papel de Lady Raven, famosa cantante idolatrada por sus fans adolescentes. La suspicacia podría trasladarnos al terreno del marketing en la promoción de quien desempeña un rol semejante fuera de la ficción. En efecto, Saleka es cantante, al igual que en la película. Se destina un buen tiempo al desarrollo de sus temas musicales, no obstante, la chica cumple con creces su papel dando un toque de sensibilidad a la función artística. Es quien arriesga la vida para mostrar la faceta humana desinvestida de funciones meramente comerciales; compromiso en la asistencia ante la necesidad de sus seguidores. Aprovechamiento que disuelve las connotaciones plásticas de una artificialidad no del todo disociada de lo humano.

Justamente, uno de los temas del filme es ese doble juego entre lo aparente y lo real, conjunción de insospechadas dimensiones complementarias. Incluso desde lo estético. Lady Raven luce un maquillaje al tono que, iluminación mediante, reproduce un rostro un tanto plástico. Resonancia de una artificialidad que no adolece de buenos sentimientos e intenciones. Lo comercial es adosado a una sensibilidad humana acorde a momentos necesarios y esenciales.

La tensión del thriller se opaca entre abuso de casualidad y buenos designios. Las intenciones abren paso a la ingenuidad por hacer el bien. La dinámica del filme no permite al Carnicero aflorar, solo vemos un sujeto que se defiende ante la posibilidad, primero de ser descubierto, y luego de ser atrapado. La lucha por la supervivencia deshilacha las emociones que podrían pasar a integrar momentos de fuerte incertidumbre. Todo se resuelve muy rápido y de múltiples maneras que apelan en exceso a coincidencias del momento.

La cinta toma distancia del crimen para sumergirse en los intentos de un padre de familia que busca mantener el equilibrio entre sus roles; la fuga conforma una lucha por contener la estabilidad que se desploma. Es el paquete que trae consigo La trampa, una serie de acciones que permiten al espectador comprender que todos, más allá de la apariencia, podríamos ser asesinos.

'La trampa': el secreto de una doble vida