sábado. 12.10.2024

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Conocida es la historia del leñador que iba muy temprano al bosque y cuando regresaba, al anochecer, le hacían corro en torno los del pueblo para escuchar sus fabulaciones. Un día había visto a un ogro; otro, una princesa. Pero en cierta ocasión le sucedió que, apenas llegado a la arboleda, vio venir verdaderamente un gnomo y detrás de él un fauno, dríadas, gigantes y princesas. Y cuando regresó ese día a la aldea y como de costumbre acudieron las gentes, las apartó con un gesto, diciendo que no había visto nada. La monarquía postfranquista de los borbones se ha convertido, o siempre lo ha sido, en la historia del leñador. Cuando se pasa de la fábula a la realidad aquellos que tienen responsabilidades políticas, económicas o mediáticas dicen no haber visto nada.

La poca ejemplaridad de Juan Carlos de Borbón, la solapada complicidad de su hijo reinante y las farragosas actitudes reaccionarias y poco democráticas de éste, sólo pueden no ser motivo de abolición política y social de la corona mediante aquella arquitectura institucional construida en la Transición que tiene hoy secuela en unos intersticios del régimen político afabulados desde visiones torticeras y poco reales. No es posible que los recursos humanos y materiales de todo un Estado estén al servicio del encubrimiento de los actos deshonestos de un monarca. Pero esto no es una inercia aislada, es parte de un sistema diseñado para favorecer sin ningún tipo de impedimento a la élite económica y estamental postfranquista.

El verdadero problema es que la monarquía hogaño sólo garantiza el desorden que representa que el poder arbitral del Estado sea instrumento de unas minorías con un concepto patrimonialista de la nación

Por tanto, la poca ejemplaridad de Juan Carlos de Borbón no es que haya contaminado al régimen y al reinado de su hijo, ni se remedia con el falso ostracismo del emérito, ya que es la lógica del sistema, la que ha impuesto el ex rey en comandita con  las élites de la monarquía postfranquista. Juan Carlos I, aunque parezca una perogrullada, ha hecho lo que ha hecho porque ha podido hacerlo en el usufructo de un poder blindado, lejos del escrutinio ciudadano, arropado por el espacio panegírico de los mass media del establishment  y en un régimen de poder de relativismo moral, colapso de valores y carencia de proyectos ideológicos.

Se trata de un poder sustentado en la exigencia fáctica de dar continuidad mediante la llamada Transición a los intereses y poder del Estado franquista enjalbegado con un mínimo de textura democrática para lo cual era menester el “desorden organizado” (la frase es de Mérimée) de hacer creer que se avanzaba hacia la libertad cuando en realidad el proceso consistía en que el poder de las élites herederas del caudillaje se hiciera impersonal, es decir, constitucional.

Cuando en su momento el rey emérito quiso deshacerse de Adolfo Suárez por haber llegado el entonces presidente del Gobierno demasiado lejos, según el monarca y su entorno, en el proceso democratizador de la Transición, Suárez se lamentaba de que Juan Carlos I le quería borbonear. Fueron momentos tensos en los que el político de Cebreros, apelando a los votos obtenidos, se negó a hincar la rodilla ante un monarca que quería barajar como cartas los gobiernos arguyendo que, además de sucesor de Franco, era el heredero de “diecisiete reyes de su familia con 700 años de historia” en España. Es decir, que el poder no es compartido porque la Transición no fue el acceso de la voluntad popular al Estado sino del Estado a la voluntad popular para corregirla y encauzarla. 

No es posible que los recursos humanos y materiales de todo un Estado estén al servicio del encubrimiento de los actos deshonestos de un monarca

Cuando el rey borbonea sale a escena la exposición de un poder no ya de poca pulcritud democrática en su esencia constitutiva sino poco adicto a la centralidad política de la soberanía popular. El régimen político está constituido por los que poseen el dominium rerum, el dominio de las cosas, el poder, que en el caso del régimen de la Transición siempre es el mismo y tiende insensiblemente a concentrarse, no a difundirse y a lo incondicionado y donde el monarca es el absoluto albacea con total impunidad.

Por todo ello, el verdadero problema es que la monarquía hogaño sólo garantiza el desorden que representa que el poder arbitral del Estado sea instrumento de unas minorías con un concepto patrimonialista de la nación en una fantasmagoría política recurrente en los tronos borbónicos. Y para esto es necesario unos servicios de inteligencia al servicio de intereses privados, policías patrióticas, jueces politizados, dóciles partidos políticos dinásticos, medios de comunicación dependientes del pesebre público, es decir, todo aquello que perjudica a una democracia plena.

Para darle la razón a Azorín cuando decía que vivir en España era hacer siempre lo mismo, en 1930 Ortega y Gasset escribió: “Desde Sagunto, la monarquía no ha hecho más que especular sobre los vicios españoles, y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad. La frase que en los edificios del Estado español se ha repetido más veces ésta: “¡En España no pasa nada!” La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia española de los últimos sesenta años; pero nadie honradamente podrá negar que la frecuencia de esa frase es un hecho. Somos nosotros, y no el régimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestros conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia. ¿Será posible reconstruir hoy el Estado heredado de la Transición?

La España borboneada