jueves. 10.10.2024

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Así se expresaba la semana pasada quien fue presidente del Gobierno de España durante catorce años, el Sr. Felipe González Márquez, al ser preguntado por Bárbara y Juan Carlos. No tenía ni puta idea, ni de eso ni de ninguna otra cosa que pudiese mover el orden heredado. Se habla de lo que hay encima de la mesa, jamás de lo que hay debajo, el problema es que probablemente había mucho más debajo de las alfombras que encima de la mesa, que Felipe González estaba convencido que su papel era renovar la Restauración de Cánovas y Sagasta con dos partidos que se turnasen pacíficamente en el poder, los dos de derechas, los dos del régimen, como él.

Felipe González no tenía ni puta idea de nada, ni sabía si el Rey estaba implicado en el golpe de Estado de 1981, ni de sus amores pese a que el silencio se pagaba con cargo al Erario

Fue un tiempo confuso que todavía no ha podido ser estudiado con certeza porque son muchos los documentos que yacen bajo esa figura antidemocrática del secreto de Estado. Yo era comunista a mi manera, creía en aquel famoso dicho de Rousseau que más o menos decía así: “Nadie tan rico como para poder comprar a alguien, nadie tan pobre como para tener la necesidad de venderse”. Creía y creo todavía en esa máxima, pero durante los últimos años del franquismo y los primeros de la Transición se dio una paradoja que marcó el tiempo posterior. Los franquistas querían prolongar el régimen con un ligero maquillaje, la oposición al franquismo, representada sobre todo por el Partido Comunista, ambicionaban la ruptura. Los primeros no estaban seguros de sus fuerzas, creían que una represión fuerte desencadenaría protestas nacionales e internacionales de tal envergadura que los planes monárquicos podrían naufragar. Por su parte, los opositores -no más de un millón de personas en todos el país-, pensaban que apretar el acelerador para provocar un cambio que trajese un nuevo régimen sin ningún tipo de ataduras, provocaría una represión salvaje que terminaría por diezmar sus fuerzas sin conseguir nada. Muchos gobernadores civiles no se atrevían a mandar a las fuerzas represivas a disolver las manifestaciones antifranquistas que se producían por todo el país, pensando en la reacción popular y en el impacto que tendrían nuevos baños de sangre en la opinión internacional, por entonces mucho más activa que en la actualidad. Los dirigentes comunistas meditaban mucho sus acciones, las convocatorias de protesta, tenían que cuidar una maquinaria bien engrasada después de décadas de activismo en las catacumbas, pero desconfiaban a su vez de la capacidad de respuesta del pueblo español, un pueblo amansado, temeroso, desacostumbrado a la libertad y que vivía la felicidad de los que ni ven ni quieren ver.

Hablaba con mis amigos, a veces discutíamos acaloradamente, sobre todo en la Facultad, donde algunos insistían cada vez que hablábamos de la cuestión en que Felipe González era un hombre inteligente, educado en la Universidad de Sevilla por profesores muy de derechas como Manuel Olivencia o Manuel Giménez Fernández, catedráticos de la Facultad de Derecho que ejercieron una enorme influencia sobre el futuro presidente. Además, aseguraban que lo sucedido en el Congreso de Suresnes había sido una maniobra patrocinada por la CIA para colocar al frente del Partido Socialista a un hombre que no tuviese nada que ver con los viejos republicanos ni demasiados remilgos hacia la dictadura. Me reía, les decía que estaban alucinando, que eran fantasías demasiado predecibles. Luego pasó el tiempo, voté a Felipe González por el bien de España, para impedir que Fraga llegase al poder, por el mal menor, como tantos otros, cerrando los ojos, mirando para otro lado, tapándome la nariz como se decía entonces. Llegó al poder, con mi voto y el de tantos otros como yo, con los votos de quienes vieron en él a un Adolfo Suárez más jovial, más moderno. Simuló un enfrentamiento con Guerra, algunos lo creímos real, incluso que era algo ideológico, pero sólo fue una disputa por parcelas de poder. El 28 de octubre de 1982 Madrid fue una fiesta, quizá la fiesta más hermosa que he visto en mi vida. Todavía quedaban muchas personas que habían vivido la República, y la sublevación. Muchos me decían: Esto es como el 14 de abril. Euforia, alegría incontenible, abrazos, cánticos hasta las tantas de la madrugada.

Clasificó los documentos del golpe de Estado del 23 de febrero, propició los indultos de los golpistas, tapó los negocios y querencias del monarca, utilizó a policías torturadores del franquismo para combatir a ETA

Pasó. Felipe González nombró a sus ministros y dio la cartera de Economía a neoliberales, comenzó la reconversión industrial, los antidisturbios a cargar contra los obreros como antiguamente, los bancos a seguir haciendo lo que tenían por costumbre, las grandes empresas a sus anchas y la enseñanza concertada a subir como la espuma, como la especulación. Luego la OTAN, de entrada, no. Hombre blanco hablar con lengua de serpiente, dijo Javier Krahe. Aún así, sabiendo que nos estaban engañando, que aquel hombre no era uno de los nuestros, continuamos apoyándole. Clasificó los documentos del golpe de Estado del 23 de febrero, propició los indultos de los golpistas, tapó los negocios y querencias del monarca, utilizó a policías torturadores del franquismo para combatir a ETA, una organización criminal que debió optar por el suicidio colectivo, pero que continuó asesinando por la espalda y poniendo bombas a diestro y siniestro, causando dolor infinito a miles de personas y marcando con sangre nuestro devenir. Surgieron los GAL de las cloacas intactas del franquismo, utilizando los mismos métodos que la banda sanguinaria. Iñaki Gabilondo preguntó a Felipe, a bocajarro, si él era la X de los GAL. Se escurrió como pudo, pero la respuesta la sabíamos todos. Continuó intacta la estructura judicial, el acceso a la carrera, a los nombramientos, siguiendo la máxima de Lampedusa: “Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie”, superficialmente. Y de aquellos barros, el lodo que hoy vemos en muchas de las decisiones judiciales.

En fin, Felipe González no tenía ni puta idea de nada, ni sabía si el Rey estaba implicado en el golpe de Estado de 1981, ni de sus amores pese a que el silencio se pagaba con cargo al Erario, ni de las consecuencias que tendrían las leyes que abrían de par en par las puertas de la educación del pueblo a la enseñanza concertada confesional, ni del daño terrible de la brutal reconversión industrial, ni de los GAL, ni de los que robaban a su alrededor, ni del daño inmenso que haría a la democracia española el mantenimiento de las estructuras de poder económico, judicial y policial del franquismo. Ni puta idea, lo suyo eran los bonsáis y las piedras preciosas. 

No tengo ni puta idea