sábado. 07.09.2024
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Celín Cebrián | @Celn4

 35 DÍAS Y…, POR FIN, LLEGÓ SEPTIEMBRE.

Atrás quedan las noches de tracas y fiestas, de sexo, drogas y descontrol, de los políticos haciendo el paseíllo como si fueran emperadores de la tribu o del rebaño de cabras, y el pueblo de comparsa, rellenando la escena como en esos frescos en los que siguen apareciendo meninas y golfos, ya fueran en Goya o Velázquez, sin olvidarnos de los curas, que van de paisano, con tal de no desentonar con los tiempos. Luego, al mediodía, al pueblo le echan cacahuetes, altramuces y patatas fritas en el pesebre, un poco de cuerva en un lebrillo, y vuelve a relinchar, satisfecho de saberse utilizado para alguna fechoría. En la siesta, en la penumbra de la habitación, aparece el deseo, que se transforma en sexo, que es algo tan natural como beber un trago de agua. Pero hay momentos en los que, en pleno acto, el cerebro se deslumbra. Es el amor, que encandila, el amor del verano, que, con las lluvias, se pasará como se pasa un perfume carísimo, y ya no regresará hasta las Navidades. Ahora, un puñado de arena fina, que, a medida que cae, sustituye al tiempo. Y un puñado de tierra que simboliza la verdad. Pero lo que arde, realmente, se llama poesía. Lo que hace que el arte arda es la luz, que no es otra que la luz del Barroco, la misma que iluminó a los franceses y a las cuartillas del 27. Los progresistas sólo ven poesía en la rima arbitraria y en el ritmo de la lavadora, cuando la ponen por mandato de su mujer, que ya no es aquella chica roja con boina, sino una líder del "marujismo", que se jacta de tener la cabeza bien amueblada y el sexo abandonado hasta que llega el sábado, como cualquier judío con el sabbath. Luego, cuando salen de paseo, los hombres van delante andando a toda prisa, con los brazos cruzados atrás, en la espalda, y ellas tras ellos, resoplando, como si le soplaran a las velas de la barquita que tienen en el mar, por vacaciones. Los matrimonios han creado sociedades limitadas para aparentar unidad. Lo que arde es la imaginación, Quevedo, el mensaje caliente y vivo de las llamas, la sangre corriendo por las venas y por entre los versos, creando figuras, símbolos, y no una rima aburrida y deshumanizada.

Hoy la vida es un incendio crónico. Y de ahí no salimos

Me entra frío al pensar lo que puede opinar sobre esto la “brigada del máster”, entre líneas y simetrías, los del pensamiento único, errático, y lejos de toda capacidad creadora. En estos casos, ni tan siquiera sirven las lágrimas, que son el jaque mate, las huellas de toda rendición. Cuando aparecen, abro el pozo del patio de mi casa, el pozo blanco de cal, y le hablo al interior de la tierra. La voz retumba en la oquedad, fresca, de manantial sereno, de siglos, y el mensaje se amplifica imitando la voz que tendremos, cuando seamos viejos, convertidos en peleles, con los cuerpos deformados, mantenidos en pie por las pastillas y las pagas extras. La voz de la historia, que sale hacia fuera como la lava de un volcán, la voz que utiliza la imaginación para crear siguiendo la luz, la luz del XVII, pasando por el nicaragüense y deteniéndose en Aleixandre. Lo otro, es monserga, cuando no ruido, o influencias, porque la burocracia también crea, y pone y quita.

Ha llegado septiembre y no veo a Nabokov cazando mariposas, porque al ruso le gustaba ir tras ellas, y todo ese proceso del capullo, la larva…, la metamorfosis…, el juego de la verdad, el saber que estamos solos y que acabaremos en silencio. La burocracia, cuando entonces, era una larva. Hoy es un monstruo llamado Estado, que sirve para ahogar a los humildes. Pero, entre los edificios, que parecen siluetas difuminadas, no veo a ese héroe de las películas que viene a salvar a la humanidad de la hecatombe, de las garras del dragón. Tengo la sensación de haberme despertado en un lugar desconocido. Quizás porque es viernes y no me gusta esperar al sabbath. Me pasa de vez en cuando, sobre todo cuando voy del pasado al futuro. Yo me rijo por el olfato y, en cuanto huelo a chamusquina, salgo pitando. Hoy la vida es un incendio crónico. Y de ahí no salimos.

La luz de lo cotidiano