martes. 10.09.2024
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Feijóo en la Cumbre de Presidentes del PP.

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El concepto de solidaridad interterritorial de la derecha consiste en destruir las haciendas autonómicas hundiendo la recaudación al rebajar ostensiblemente o anular impuestos a las personas y empresas con más recursos, depauperando los servicios públicos en los que no creen, reclamando al Estado que financie el deterioro hacendístico autonómico por la pereza recaudatoria a los que más tienen y financiando con el aporte estatal la sanidad y la educación privada.

Ante ello, y por ello, existe en la derecha un repudio a una adecuada financiación autonómica de acuerdo con la peculiaridad de los territorios, como dijo Manuel Azaña con motivo del Estatuto de Cataluña de la República: “los recursos con que se dotase o que se atribuyesen al Poder autonómico, habían de tener la potencialidad bastante para crecer a medida que creciese la riqueza afecta por los tributos o las fuentes de recursos que se le concedieran, y a medida que una acertada y eficaz gestión por parte del Poder autonómico hiciese más fecundos aquellos recursos cedidos por el Estado".

El problema es que la gestión de la derecha hace infecundos esos recursos puestos al servicio de unas minorías en contra de la generalidad de la ciudadanía mediante un conservadurismo que desconfía de una España plural y autonómica e intenta aplicar la política de desecho estatal de Milei, en el ámbito del poder autonómico que controla.

No deja de sorprender la adhesión sin matices de algunos dirigentes socialistas al doloso argumentario derechista

Apuntar que la revisión de las peculiaridades de una hacienda autonómica supone una afrenta al resto de comunidades es una aberración conceptual y falsa que juega con la falta de rigor de una simplificación y, como afirmaba Ortega, simplificar las cosas es, la mayoría de las veces, no haberse enterado bien de ellas, y de eso se trata de ocultar la realidad de la cuestión, de que el ciudadano no se entere bien de las cosas. Una confusión que relativiza los valores morales e ideológicos al objeto de configurar un escenario de equívocos donde la derecha y las minorías influyentes mantienen la hegemonía conceptual. Ya nos advirtió Herbert Marcuse que “el lenguaje no sólo refleja un control social sino que llega a ser en sí mismo un instrumento de control, incluso cuando no transmite órdenes sino información; cuando no exige obediencia sino elección, cuando no pide sumisión sino libertad". Ante lo cual no deja de sorprender la adhesión sin matices de algunos dirigentes socialistas al doloso argumentario derechista. Eso ocurre cuando se actúa en la vida pública con precarios recursos ideológicos y, por ello, con la exposición permanente a las conveniencias antidialécticas de índole personal.

Una derecha, supeditada en origen y en la praxis a los intereses de unas minorías económicas y sociológicas ajenas al escrutinio democrático, y que junto a la explosión controlada del pacto social intenta propiciar una crisis sistémica metastizada en todos los vericuetos sensibles del país. Un conservadurismo que persigue la implantación de un Estado privatizado sin proyecto de nación, que empobrezca a sus ciudadanos, que expanda la desigualdad, que limite los derechos y las libertades cívicas y que, por tanto, carece de lo que Mommsen, al describir las costumbres de Roma, llamaba un vasto sistema de incorporación. El conservadurismo genera un vértigo centrífugo en la poliédrica realidad social, territorial, institucional y ética en un país donde la tradición autoritaria, puesta al día y ampliada por la FAES, propicia la carencia de un espíritu colectivo, a la manera del volksgeneist alemán o del republicanismo francés surgido tras la revolución de 1789. O de la propia revolución americana, cuya estela aún se deja ver dos siglos después.

Gestionar las instituciones en las que no se cree, intentar abolir la realidad de la nación mediante componendas ideológicas y mendacidades estratégicas, conduce a la aspiración dolosa de construir una ciudadanía embaucada que no se reconozca a sí misma ni a sus más íntimos intereses.

Cataluña nos roba