Silencio sin héroes

De un tiempo a esta parte el único quejido que se oye o al que se le pone altavoz es el de los ricos.

De un tiempo a esta parte el único quejido que se oye o al que se le pone altavoz es el de los ricos, el de los que lo tienen todo, unas veces por su esfuerzo -pocas-, otras por herencia o falta de escrúpulos. Se quejan los que más tienen del sistema impositivo que les obliga a convertirse en delincuentes por los altos tipos que se gasta el Erario, cuando la realidad es que la mayoría de ellos usan cientos de estratagemas legales e ilegales para contribuir menos que un trabajador medio por cuenta ajena; se quejan los asalariados por lo mucho que pagan los ricos que no pagan; se queja en general el pueblo llano por el impuesto de sucesiones que sólo han de satisfacer aquellas personas con rentas muy altas, se quejan de la justicia social, de la pequeña redistribución de rentas que permite nuestro sistema, pero al mismo tiempo exigen servicios públicos adecuados a las necesidades de cada cual sin que en este caso se vean las protestas masivas y severas que el deterioro de dichos servicios exigiría a una ciudadanía consciente de sus derechos pero también de sus deberes. No se pude culpar a este o aquel gobierno autonómico del deterioro insoportable de la Sanidad Pública cuando año tras años reina el silencio en el predio y cada cuatro, henchidos de orgullo patriótico, se les da en las urnas el apoyo que no merecen.

El silencio medroso e individualista se ha impuesto entre nosotros

El silencio medroso e individualista se ha impuesto entre nosotros. Se rompe a menudo en discusiones banales de terrazas y bares veraniegos, cuando algún propagandista con la cabeza hueca despotrica contra Sánchez esperando el aplauso de la concurrencia, muchas veces obtenido mientras una minoría que también calla y guarda silencio incómodo y resignado. Una legión de vociferantes lanzan sus consignas en la cola del supermercado, en la cafetería, en la panadería, incansables, sin temor a la contradicción, a que surja alguien que les afee su mala educación, sus escasos modales o su propensión a las vísceras. De vez en cuando una manifestación recorre las calles de la gran ciudad, sesenta años de media entre los participantes, cansados pero conscientes de que otra vez más han de salir a defender lo justo. Después, de nuevo el silencio, días, semanas, meses de silencio mientras la legión de voceros no deja de bufar en cualquier lugar público o privado. El silencio se hace más extenso y temeroso cuando compruebas que es aún más extremo entre quienes tienen menos de treinta años, entre los jóvenes que no encuentran donde vivir, que perciben sueldos bajos por muchas horas de trabajo y han de exponer curriculum de sabios decimonónicos para ser contratados en una hamburguesería.

Y es eso lo más preocupante, si las únicas voces que se oyen contra lo injusto son las de quienes han pasado ya la cincuentena, y se oyen pocas veces, si muchos de nuestros jóvenes han dejado de saber que la unión hace la fuerza y comprenden con toda nitidez que el autoritarismo sería una buena solución en determinados casos, es que la protesta, la reivindicación, el espíritu de lucha que de siempre caracterizó a un segmento de los más jóvenes, el más dinámico, el más generoso, el más empático y disconforme con lo injusto ha desaparecido o se ha invertido, es decir, se ha impuesto entre nosotros valores que no son nuestros, que vienen del otro lado del Atlántico y que se resume en aquel refrán tan repetido en el Quijote que decía: “A quien Dios se la de, San Pedro se la bendiga”.

Las redes sociales han permitido a muchos crearse realidades paralelas en la que no existen los grandes sabios

Con la extensión del consumo de porros allá por finales de la década de los años setenta, se habló mucho del “pasotismo” de los jóvenes de entonces, siempre preocupados por buscar la china necesaria, por encerrarse con su música o buscar a los amigos para pillar la más gorda. Sí, algo de eso había, y llegó a extenderse muchísimo, llegando muchos de aquellos muchachos de mi juventud a no ver la treintena cuando subieron escalones de consumo de otras materias. Hoy las drogas siguen entre nosotros, quizá más normalizadas según la clase a la que se pertenece. Sin embargo, no creo que sea esa la causa del silencio, del actual pasotismo, de la deriva de muchos de nuestros jóvenes hacia posturas antidemocráticas, hacia el desencanto: las redes sociales -otra vez- han permitido a muchos crearse realidades paralelas en las que no existe apenas la televisión sino su televisión a su medida, en la que no existen los grandes sabios, ni los divulgadores que saben de lo que hablan, sino los influenciadores escogidos a la medida de cada cual que van marcando el camino por el que se debe caminar, sentando los cimientos de una sociedad insolidaria, creciente en ignorancia y convencida de verdades que no lo son, que son dogmas nacidos de la antipolítica y del apoliticismo inducido.

Durante muchos años, no es cosa de hace unos meses, un sector de la derecha extrema se declaró anarquista -ahí tenemos a Milei, antes a otros como Pinochet o Tacher o Trump- porque para ellos el principal problema del mundo era el Estado, dado que ya no era el Estado que ellos adoraban, el de la represión sistemática de cualquier derecho que no fuese el suyo. Desde que el Estado se democratizó, desde que se admitieron muchos de los derechos de los trabajadores, de las mujeres, de las minorías de todo tipo, a las clases dirigentes, a los poderosos, les sobra ese Estado, guardando sus preferencias hacia otro modelo en el que éste se dedique exclusivamente a mantener el orden, es decir, su orden, mediante una policía, un ejército y unos jueces perfectamente pertrechados y adiestrados. El anarquismo de derechas, que sólo quiere hacer desaparecer el Estado del bienestar, no tuvo mucho predicamento en décadas pasadas, pero hoy las redes sociales, en una sociedad cada vez más desigual en la que nadie parece ocuparse de problemas tan vitales como la sanidad o la vivienda, el salario digno o la educación democrática, ha calado entre nuestros jóvenes y en muchos que dejaron de serlo. Los políticos van a lo suyo -dicen-, nosotros a lo nuestro, pero dándose la paradoja de que en ese devenir los más desfavorecidos -cosa que ha sucedido en contadas coyunturas históricas- se identifican mucho más con el señorito, con el cayetano o el opulento que con quienes comparten clase social y situación.

En el fondo todo tiene solución, pero se deberían estar construyendo ya los cimientos para transformar una manera de pensar y de existir incompatible contraria a la democracia, por otra en la que principios inmutables como libertad, igualdad y fraternidad fuesen el fundamento de nuestro comportamiento ciudadano. En otro caso, el silencio de los más y el rebuzno de los menos nos llevarán a un callejón con pocas salidas.