PSICOLOGÍA

La traición de las imágenes

La traición de las imágenes (René Magritte)

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Gran parte de la sala está sumida en la penumbra. Cerca de la pared se ve una curiosa estructura. Dos pilares paralelos de madera están empotrados en una viga del techo, unidos por un travesaño horizontal cilíndrico. La única fuente de luz alumbra algo que cuelga de ahí. Sujeto por sus patas traseras, boca abajo, vemos un buey abierto en canal. Su configuración anatómica interna, una vez retiradas las vísceras, queda al descubierto. La operación ha sido realizada por la mano de un profesional experimentado. Los cortes son limpios, no hay rastros de sangre. No obstante, la contemplación de los restos del animal provoca desasosiego, una sensación de angustia creciente. Menos mal que una puerta se abre, penetra un poco de claridad del exterior y se vislumbra la figura de una mujer en las escaleras que conducen a esta especie de sótano. Aun así, el agobio persiste, a pesar de que no se percibe el acre olor característico de mataderos y carnicerías. 

Nos encontramos en una cálida y confortable sala del Museo del Louvre, ante una tabla de 94 por 67 centímetros pintada por Rembrandt en 1655. Su título es Buey en canal. Pero no hay ningún despojo, solo una imagen que nos trae a la mente una realidad posible. «Una pintura –antes de ser un caballo de batalla, una mujer desnuda o esta o aquella historia– es esencialmente una superficie plana cubierta de colores reunidos en un cierto orden» (Maurice Denis, 1890). Lo que observamos no son las carnes macilentas expuestas en la tienda de la esquina. Son pinceladas gruesas y violentas, colores depositados en grumos que confieren relieve al cuadro, estratos apilados uno tras otro. 

Este óleo sobre lienzo de 60 por 81 centímetros pone de manifiesto en todo su esplendor la ambigüedad de la figuración

Todo eso nos hace ver los huesos del animal, perceptibles bajo las masas musculares y las capas de grasa. Es una imagen, sí, pero una de las más contundentes que se hayan pintado nunca de la cruda realidad. La visión de esta tabla nos afecta más profundamente que la de una línea de reses colgadas en la sala de despiece de un matadero cualquiera. Allí solo pensaríamos en el triste destino de los animales, nacidos, criados y finalmente abatidos para satisfacer la incesante necesidad de carne de las colmenas humanas. El cuadro de Rembrandt, en cambio, expone la materialidad del cuerpo, de todo cuerpo. La naturaleza muerta deja al descubierto la finitud de lo vivo. El Buey en canal nos interpela acerca de la vida y la muerte como no podría hacerlo el objeto real. 

Se olvida con frecuencia que el cuadro de Magritte en el cual, bajo la imagen de una pipa, aparece la frase «Ceci n’est pas une pipe», se titula La traición de las imágenes. Este óleo sobre lienzo de 60 por 81 centímetros pone de manifiesto en todo su esplendor la ambigüedad de la figuración. La imagen de una pipa no es una pipa. La palabra pipa tampoco es una pipa. Ni la imagen ni la palabra permiten fumar en ellas. Nuestra relación con ambas es un juego entre lo que ellas representan y lo que nosotros interpretamos. 

Es interesante analizar las razones que hacen a las religiones refractarias a las imágenes, en especial si son antropomorfas. «No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra» (Éxodo 20.4). El segundo mandamiento es perentorio y exhaustivo. Otros textos como la Sabiduría, atribuida a Salomón si bien no canónica, remachan la prohibición. «A nosotros no nos extraviaron las creaciones humanas de un arte perverso, ni el inútil trabajo de los pintores, figuras embadurnadas de colores abigarrados»(15.4). 

El versículo siguiente nos pone en la pista sobre el problema que la religión –y no solo ella– encuentra en los iconos «cuya contemplación despierta la pasión de los insensatos que codician la figura sin aliento de una imagen muerta». Se reprocha a la representación hacerse pasar por lo representado. Esto explica por qué el judaísmo, el islam o el cristianismo primitivo, que tanto arte clásico destruyó, le tienen tal tirria. Asimismo, las querellas iconoclastas bizantinas o la aversión puritana y protestante en general a las imágenes. Este rechazo no se limita a las religiones monoteístas. Los celtas censuraban toda materialización antropomórfica de sus dioses. El budismo solamente comenzó a plasmar a Budaen forma humana tras su contacto con el helenismo, a través del arte grecobúdico de Gandara. Y si el catolicismo ha autorizado –y fomentado muchas veces– la figuración, se debe en buena medida a la herencia grecorromana que, a su pesar, alberga en su interior.

También Platón –y Sócrates, según él– apreciaba inconvenientes en la representación artística. El principal era que solo da un indicio de la apariencia de lo real, la cual de hecho ya está muy alejada de la verdadera naturaleza de las cosas, que reside en la Idea. El pintor no alcanza a captar esa esencia, «no sabe nada que valga la pena acerca de las cosas que imita»(La República). En esa frase asoma la palabra mágica, mímesis. En el ámbito griego, la discusión en torno a la imitación versaba sobre si se trataba de un fraude, como quería Platón, o de un logro de la humanidad, según Aristóteles. Este consideraba que la imitación, en pintura y escultura como en poesía y tragedia, es una manera de comprender el mundo que nos rodea, de aproximarnos a él y asimilarlo. «A través de la mímesis el hombre adquiere sus primeros conocimientos» (Poética). Es este concepto aristotélico el que ha prevalecido en la práctica artística y la estética europea. 

La complicación ha venido de su interpretación posterior en cuánto fuente y finalidad del arte. Durante siglos, se ha sostenido que su justificación es plasmar la realidad del modo más fiel posible. Esto ha llevado a situaciones curiosas desde el punto de vista lógico. Cualquier atentado a la perspectiva es juzgado como una ofensa al sentido común, cuando esta característica de la pintura occidental a partir del Renacimiento es una mera convención, no tiene nada que ver con la realidad. 

No obstante, el efecto más grave de la entronización del facsímil como principio y meta es la ignorancia culpable de que puede –y debe– tender a fines más nobles. Pues la misión del arte (técne) y la creación (poiesis) no es la imitación (mímesis), sino la verdad, el des-velamiento (aletheia), la búsqueda del conocimiento. No se trata de saber hacer, sino de hacer saber. El significado que pueda tener se juega en la tierra de nadie entre la cosa-en-sí y la cosa-para-mí, o sea su recepción. 

Sería apropiado prescindir de nociones como representación por parte del objeto e interpretación por nuestra parte. La forma mejor y acaso única de acceder a la profundidad de una obra artística, de investigar sus secretos, es dejarse seducir por ella. «En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte» (Sontag: Contra la interpretación). Solamente nos es dado acercarnos al sentido de algo si somos capaces de percibir lo que es. Nuestra labor fundamental ha de ser llegar a su contenido de verdad. En la tabla de Rembrandt, más allá del destino del buey destripado, es la constatación de que esto es lo que somos, apenas un residuo brutalmente material como testimonio de una existencia. Todo es humo.