VIOLENCIA POLÍTICA

Dinamarca

La primera ministra danesa, Mette Frederiksen.

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Tal vez cuando lean estas líneas Europa siga votando, o tal vez ya se estén interpretando los resultados. En un caso como en otro, den o no lugar a la alegría o el respiro, incluso si son los mejores posibles, los resultados no deben dar lugar a la tranquilidad. En dos meses ha habido dos agresiones contra dos primeros ministros, la primera con categoría de atentado -la sufrida por el primer ministro de Eslovaquia-, la segunda de no tanta gravedad, pero igualmente grave por lo que representa, contra la primera ministra de Dinamarca. Venían a sumarse a las padecidas durante la campaña electoral por un socialdemócrata alemán y otros políticos de distintos ámbitos.

Cuando la violencia política vuelve a las calles de nuestro continente y de nuestra unión, no es hora de que suenen las alarmas, sino de activar las medidas precisas para ponerle coto

Cuando la violencia política vuelve a las calles de nuestro continente y de nuestra unión, no es hora de que suenen las alarmas, sino de activar las medidas precisas para ponerle coto. Que tienen que empezar por la severa aplicación de sanciones a quienes empleen la violencia verbal, ya sea en Internet, en los mítines o en las declaraciones públicas. Porque normalizar los llamamientos al enfrentamiento físico es la mejor manera de amparar al salvaje. No debemos aceptar la teoría del loco como explicación de lo que no es más que la consecuencia, en el mejor de los casos, de la irresponsabilidad; en el peor, de la sorda planificación destructora.

Es significativo que la última agresión se haya producido en uno de esos países que fueron para muchos, durante muchas décadas, un modelo de convivencia avanzada. Y lo es porque se trata de un país que, como otros del norte -véase el caso de los Países Bajos-, está empezando a poner en cuestión sus propias señas de identidad para comprar mensajes xenófobos y racistas en calidad de explicaciones fáciles. La pérdida de la racionalidad, la relajación en las propias convicciones, es el primer paso hacia la ruina.

A todos nos importa que falten muchos pasos hacia esa ruina, y que no estemos dispuestos a darlos. No hay que tener miedo a perseguir la intolerancia, a sancionar el exceso, a imponer si es preciso normas más rigurosas en los parlamentos que impidan de manera efectiva el insulto, el exabrupto, la sustitución del argumento por el eructo elevado a categoría de opinión política.

Dinamarca es un síntoma de una enfermedad que afecta a todo el mundo -para asombro del planeta, los Estados Unidos incluyen entre sus opciones la posibilidad de elegir presidente a un personaje que desde esta quincena añade a sus taras la condición de delincuente convicto-, y Europa tiene que contribuir a marcar el camino para curarla. Si algo huele a podrido, ya no en Dinamarca, sino en cualquier rincón del continente, es hora de dejar de usar el ambientador para taparlo y empezar a emplear el insecticida para erradicarlo.