CINE

'El conde de Montecristo' y don Quijote (o del quijotismo y las salas de cine)

Alonso Quijano es a don Quijote lo que Edmundo Dantés al conde de Montecristo.

Antonio Lázaro |

He vuelto a una sala de cine después de meses. A ver El conde de Montecristo, que me ha reconciliado con el cine en pantalla grande. Una soberbia versión. Tres horas que se le hacen cortas al espectador. Querría este regresar al puerto de nuevo, volver a ser premiado y enseguida traicionado, ver interrumpida su boda con el gran amor de su vida, ser encarcelado en esos terribles presidios que (como el de If) saben construir los franceses, liberarse casi milagrosamente, encontrar el tesoro y proceder a una minuciosa, elegante y exquisita venganza. “De la venganza considerada como una de las bellas artes”, parodiando a De Quincey.

Llevo unos años, más o menos desde la malhadada pandemia, viendo mucho cine en tv, muchas series (me encanta el polar, nunca mejor dicho, nórdico), hasta en el esmarfon (que no es de esos enormes sino más bien normalito). En youtube hay muchas joyas: cine negro, expresionismo, terror, fantástico. Gemas audiovisuales que circulan libremente. Intento allí visionar el canon del gran Alberto Carpintero, cineasta y cinéfilo, excompañero del (ay) extinto “Callejón de las Maravillas”: 100 películas de terror, desconocidas o poco valoradas. Desde aquí, me permito recomendarlo.

Los franceses, cuando se ponen, hacen grandes adaptaciones de sus obras literarias. En eso nos ganan por goleada

Pero como decía, he vuelto a una sala “de verdad”. Es un complejo pero no al uso: 5 salas en el corazón de la ciudad, no en un centro comercial de la periferia. Multicines Cuenca, rebautizados luego como Odeón, que surgieron a comienzos de milenio, cuando cerró el Teatro Cine Xúcar, único cine en funcionamiento que quedaba en la ciudad de las Casas Colgadas. Éramos solo cuatro espectadores en la sala grande, pero fue emocionante disfrutar de esta supervivencia, de la magia incomparable del cine en pantalla grande.

Multicines Odeon. (Cuenca).

Los franceses, cuando se ponen, hacen grandes adaptaciones de sus obras literarias. En eso nos ganan por goleada. Ahí está el Quijote, pendiente todavía de una buena adaptación. Sí, reconozco que no me satisfacen ni el de Pabst, ni el soviético, ni el de Rafael Gil, ni el de Gutiérrez Aragón, ni el de Terry Gillian, ni siquiera el de Welles, que estaba en España de vacaciones, viendo corridas y corriéndose juergas. Quizá, fíjense, recomendaría uno pequeñito, de 2006: Las locuras de don Quijote, 2006, de Rafael Alcázar, a cuyo rodaje y posterior estreno en el Flagey de Bruselas tuve el gusto de asistir.

Este Conde de Montecristo, dirigido por Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte te atrapa

Este Conde de Montecristo (dirigido por Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte y con enorme interpretación de Pierre Niney) te atrapa. He leído en diferentes momentos y versiones la obra maestra del genial Dumas padre. La leí en aquella legendaria colección juvenil, Historias de Bruguera, en que te pasabas de inicio el texto para “leer” solo las viñetas. Luego, leí la novela río completa. Y ciertamente, hay que decir que los guionistas se han tomado varias licencias. Fieles al espíritu y ligeramente manipuladores de la letra, pero con excelentes resultados. En la novela, no en el film, todos ascienden socialmente desde abajo: a través de la delación y los chanchullos, los amigos traidores de Edmundo. Y el propio Edmundo, una vez que sobrevive a su injusta prisión y a su muerte social, a través de un mágico tesoro. Mercedes, una chica de Marsella de origen español, ascenderá hacia la nobleza con el ascenso militar de su primo Fernando, que usurpa como esposo el espacio de Dantés.

La diferencia es que Dantés no rinde culto al dinero, solo se sirve de él para reescribir en términos justicieros su injusto destino. No practica la hipocresía ni el asesinato, sino que se transforma en un artista: actor, primeramente, creando uno de los grandes personajes de la galería universal de mitos literarios, el Conde de Montecristo. Narrador después, como (por ejemplo) cuando organiza la cena del terror en la antigua casa que albergó la doble vida del procurador, con el golpe de efecto del baúl enterrado en el jardín. Y poeta siempre, un dandy romántico que confía en los jóvenes para actúar contra las miserias acreditadas por sus progenitores.

Tan sutil y detallista es la caracterización del personaje en la película que me tuvo un rato desorientado el bigote del conde. Llegué a interpretar como un fallo de racór el que Dantés, cuando está con Haydée y su círculo de confianza, solo lleve un esbozo o sombra de bigote, y no el negro y refinado bigote mosqueteril de las escenas en que aparece como el Conde de Montecristo. Un bigote que parece imitar al mejor Willy Deville, el de Coup de Grâce, si no fuera porque este se inspiró precisamente en los mosqueteros y dandis parisinos para la composición del suyo. ¡Hasta que comprendí que ese bigote de fantasía no es sino un elemento más de la fantasía del conde!

Dantés, acusado injustamente de conspiración, deviene precisamente eso, un conspirador: es lo que dará sentido al resto de su vida, conjurarse para restituir su honor y despojar del mismo a los traidores, que no se lo merecen ni serán nunca dignos de él por muy arriba que hayan escalado en la pirámide social. No busca sangre ni muerte aunque, en algún caso, ello sea inevitable. Se conforma con el deshonor, descrédito y ruina sociofamiliar y económica de los felones que le traicionaron. Pero para cuando advierte que el mecanismo está a punto de salpicar a una generación inocente de aquellas maldades, con pleno derecho a amar y vivir.

No pude dejar de evocar a don Quijote en toda la película. Alonso Quijano es a don Quijote lo que Edmundo Dantés al conde de Montecristo

No pude dejar de evocar a don Quijote en toda la película. El mar es una estepa. Rocinante, esa nao gigantesca en que el Conde parece el único tripulante. Alonso Quijano es a don Quijote lo que Edmundo Dantés al conde de Montecristo. ¿Y acaso no es Mercedes, como Dulcinea, el motor de toda la trama, la razón de que Dantés aguante más de una década excavando un túnel hacia la Libertad, la cervantina libertad, como una rata humana?

Si Edmundo Dantés sobrevive una década en un lóbrego calabozo de un islote fortificado, pudiendo ver del exterior tan solo alguna nube y el vuelo de las aves marinas, don Quijote, víctima de una ingeniosa patraña, recorre el camino inverso hacia la supuesta normalidad de un Alonso Quijano, regresando a su aldea enjaulado en un carro, tras cuyos barrotes divisa el escenario de sus aventuras pasadas, castillos que son ventas, ventas que son castillos, princesas encantadas, bodegas y molinos, mientras los niños se mofan de él a su paso por las plazas.

La fascinación por España, por su aureola y su leyenda, es una constante en lo mejor de la cultura francesa desde el Romanticismo. Incluso bastante antes. Ya en el XVII, el siglo en que Madrid marcaba la pauta entre las grandes cortes del mundo, con el glamúr de sus teatros, jardines y palacios, fue un imán para viajeros y cronistas galos, que atravesaron los caminos reales de la península y dieron a conocer sus maravillas, sus emociones y sus miserias. Es bien conocido el magnífico libro, De París a Cádiz, en que el propio Dumas hace de cronista de la boda de Luisa Fernanda, defraudado por no haber sufrido ningún episodio de bandidaje. Pero el conocimiento de nuestra gran literatura era previo. Y claro, el Quijote encabezaba ya el canon de la narrativa.

Montecristo, al igual que don Quijote, es un rebelde genial, un magno inadaptado que pretende cambiar el injusto orden de las cosas

Se dirá: Quijano se arma caballero, se transforma en don Quijote, para ayudar a los débiles y menesterosos, para hacer el bien, no para vengarse. Cierto, pero eso (que, desde luego, implica un desafío a la realidad) le hace alterar el orden público y poner en peligro la libre circulación en el camino real de Andalucía a lo largo de casi toda la primera parte. En nombre de la Libertad, bien supremo, libera a criminales y delincuentes de una reata de galeotes del Rey. Se convierte en una especie de bandolero, un peculiar salteador de caminos, hasta el punto de que en la venta de Sierra Morena los cuadrilleros de la Santa Hermandad portan una orden de caza y captura contra él y sólo el aval del cura de su pueblo lo libra, regresando enjaulado a su aldea. Al igual que sus enemigos, como una suerte de espejo moral, Montecristo, por su parte, organiza secuestros, apalizamientos, falsos romances, complots económicos, conjuras y motines. Pero, al igual que don Quijote, es un rebelde genial, un magno inadaptado que pretende cambiar el injusto orden de las cosas: la Dama, el amor inalcanzable o inalcanzado, y la Libertad son los móviles que ambos comparten en sus maravillosas aventuras, verdaderas gestas en un mundo que ya hace tiempo renunció a la épica.

Doble quijotismo pues. El de un cine que resiste el embate de la proliferación de portales, ventanas, soportes y pantallas. Y el del conde de Montecristo, un personaje y una historia que, como el Quijote, sigue emocionando y tocando nuestros corazones en estos tiempos atribulados y desconcertantes.

Me he prometido a mí mismo volver a asistir con mayor asiduidad a las salas, donde se vive a fondo la fiesta del cine. Y, desde luego, añadiendo al ticket la oferta de bebida y palomitas.

 

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