jueves. 27.06.2024
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Puigdemont, en un mitin de la campaña para las elecciones europeas.

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En las pasadas elecciones catalanas pude ver un cartel gigante con el rostro de Puigdemont en la Plaza Mayor de Vic. No sé el motivo, pero aquella enorme imagen me transportó de inmediato a la catedral de la capital de la comarca de Osona, a su interior, a los inmensos murales de Josep María Sert, magníficos en su factura, pero de un dramatismo y una tristeza tan grande que es imposible salir de allí creyendo en algo bueno. He recordado en muchas ocasiones aquellas imágenes con miedo, como si fuesen el fruto de una pesadilla interminable en la que los hombres somos traídos y llevados de un lado para otro sabedores de que nuestro destino está marcado de antemano.

Había pasado la Guerra Civil cuando Sert retomó el proyecto de Vic, ya no hablaba como había pensado años atrás en la Iglesia triunfante, sino en el martirio, la destrucción y la falta de esperanza. También, a menudo, he pensado que esas fantasmagóricas imágenes bíblicas tuvieron que nacer del interior de alguien muy atormentado y en la influencia que tendrían en la conformación del pensamiento de quienes las contemplaban y contemplan con frecuencia. Hay algo espeluznante que va más allá del arte, una iconografía que se hunde en la tristeza y en el dolor, de un negativismo tal que no puede dejar a nadie indiferente. Creo que Puigdemont, el cartel gigante de Puigdemont trasmite algo parecido, el conflicto interior de un pueblo que cree haber perdido su paraíso, que confía en encontrarlo sin demasiada fuerza, pero que es consciente de que no habla del futuro, sino de un pasado con demasiadas incógnitas.

Carles Puigdemont en un personaje peculiar, poco brillante, de aspecto aburrido, con muy poca cintura y muy pocas cosas claras

Carles Puigdemont en un personaje peculiar, poco brillante, de aspecto aburrido, con muy poca cintura y muy pocas cosas claras. Perteneciente a la tercera generación de pujolistas, jamás se le ha visto un gesto, una actitud o un comportamiento que demostrase haber aprendido algo de la astucia y capacidad para la maniobra que tenía Jordi Pujol. Antes al contrario, incapaz para la imaginación y la creatividad, su trayectoria política ha sido plana, tan sólo rota por aquellos momentos de 2017 en los que sin saber qué hacer, decidió no hacer nada y preparar la huida mientras otros asumían la responsabilidad de los hechos que habían organizado creyendo llegado el momento en que las aguas del Mar Rojo, por fin, se abrirían. Bastaría ese episodio triste, el final de aquel día aciago, para que la vida política de Puigdemont hubiese llegado a su fin, porque se puede, y se debe, dudar de la ecuanimidad de la justicia española, criticar el uso que se hizo de la policía, pero en España no se fusila y la tortura y los tratos degradantes están tipificados como delitos muy graves en el Código Penal.

Empero, lejos de asumir su responsabilidad, de defender en su país los motivos que le llevaron a la nada, él y quienes le acompañaron en aquel extraño viaje decidieron recurrir a la tradición española más genuina: el victimismo, aparecer como perseguido, como mártir de la causa independentista, como héroe obligado al exilio por un gobierno autoritario y un españolismo avasallador que siempre quiso acabar con las señas de identidad de Cataluña, con sus historia, su lengua, su creatividad, su riqueza y su aptitud para la industria y el comercio. Los jueces Llarena y García Castellón, la policía patriótica y la ceguera del Partido Popular agitando el a por ellos, hizo todo lo demás, es decir, lo necesario para que Puigdemont pasase de ser un proscrito, un traidor a su propia causa, a un nuevo miembro del santoral nacionalista, que cuenta en su haber con personajes de parecido semblante y otros admirables como Lluis Companys, fusilado por Franco y pisoteado por los amantes del odio constante pese a ser un hombre bueno y dialogante, un hombre de bien.

No hay en el Sr. Puigdemont la más mínima intención de negociar nada ni de llegar a pactos con nadie

No hay en el Sr. Puigdemont la más mínima intención de negociar nada ni de llegar a pactos con nadie, sólo crear confusión y desde el victimismo plantear otra vez el todo o nada, dándole exactamente igual lo que suceda con el Gobierno central. En eso su estrategia de patio de colegio se parece mucho a la de Feijóo y el Partido Popular, cuando peor vaya todo, cuanto mayores sean las tensiones, cuanto más paralizada quede la acción del gobierno, mejor para él y su liderazgo mesiánico asentado en mitos e irrealidades que en nada beneficiarán a Cataluña ni a España. No es el político que hoy debiera tener Cataluña en ese ámbito ideológico, y lo que es peor, no es ese partido personalista que puede ser devorado por sus hermanos de extrema derecha, el que debiera liderar la causa nacionalista catalana cuando lo que ahora toca es dialogar, acordar, ceder y llegar a territorios de entendimiento que posibiliten que Cataluña vuelva a tener el liderazgo que se merece.

Tengo la sensación, ha ocurrido otras veces, de que en ciertos sectores de la política española la selección de nuestros representantes se ha hecho a la inversa, en vez de buscar y encontrar a los más capaces y preparados para el acuerdo, para el futuro, para el progreso, se ha preferido optar por aquellos de ideas fijas, iluminados, incapaces para comprender lo que sienten los demás y lo que sus decisiones acarrean en el resto de la población. Puigdemont es un caso paradigmático y creo que es un error esperar de él algo diferente a lo que puede dar una persona revestida del aura de falsa víctima. Es de aquellos, como decía Machado, que embisten contra todo aquello que no entienden o no quieren entender. Un político que quiere pasar a la historia sin haber contraído más mérito que el de huir en el maletero de un coche mientras sus compañeros se mantenían en pie, otro personaje del pasado que viene a castigarnos como si en este país no hubiese bastante con aguantar las burradas que un día tras otro nos regalan los dueños de la derecha estatal.   

Hombres como Puigdemont