lunes. 01.07.2024

La estupidez de la ostentación y el premio a la “inepcia”

Alarma social y escándalo universal nos produciría premiar con el Nobel de la Paz a los terroristas del Isis.

Montserrat-Gomendio-y-Jose-Ignacio-Wert

En este país llevamos la cabeza muy alta… porque la mierda nos llega hasta el cuello”. Con esta inteligente y gráfica metáfora ironizaba sobre su país, Italia, el actor y premio nobel de literatura Darío Fo. Parecida metáfora se podría emplear hoy en España. No sólo porque la corrupción económica se ha hecho irrespirable, sino porque son irrefrenables e insoportables las ansias de poder que están manifestando todos los partidos, incluidos los emergentes; han asimilado demasiado pronto los tics de la antigua política que tanto han criticado, hasta alcanzar y sobrepasar la estupidez de la ostentación y el ridículo de la soberbia.

Bertrand Russell aseguraba que cuando la necesaria humildad no está presente en una persona imbuida de poder, ésta se encamina hacia un cierto tipo de locura: “la embriaguez del poder”; para Russell, la soberbia, la desmesura y la huida de la realidad, son los males que suelen invadir a los políticos en el ejercicio del poder. David Owen, ministro de Exteriores y experimentado político británico en su libro “En la enfermedad y en el poder”, al estudiar el cerebro y conducta de los líderes de la clase dirigente, llega a la conclusión de que muchos políticos están tocados por “el síndrome Hybris”; con él describe a aquellas personas que, por tener excesiva soberbia, arrogancia y autoconfianza, desprecian sin piedad los “límites fijados por la acción humana”. El término proviene de la antigua Grecia; un acto de “hybris” era aquel en el que un personaje poderoso, hinchado de desmesurado orgullo y confianza en sí mismo trata a los demás con insolencia y desprecio. La trayectoria de la hybris sigue el siguiente recorrido: el héroe se gana la gloria y la admiración al obtener un éxito inusitado contra todo pronóstico; la fama y la gloria se le suben a la cabeza y empieza a tratar a los demás como simples mortales (incluidos sus potenciales votantes), con desprecio y desdén; llega a tener tanta fe en sí mismo y en sus propias facultades que se considera capaz de conseguirlo todo; así se lo trasmite a sus seguidores que, como él, repiten exultantes: ¡Sí se puede! Este exceso de confianza en sí mismo le lleva a interpretar equivocadamente la realidad que le rodea. Al final, “Némesis”, la diosa del castigo, le da su merecido; es el principio de su caída; le embriaga de soberbia hasta destruirle. Shakesperare en su obra “Coriolano” o Hannah Arentd, al escribir sobre los puntos débiles del gran Pericles, relatan dos claros ejemplos de personajes poseído por la “hybris del poder”.

Muchos políticos, aunque intenten ocultarlo, son conscientes de que se han subido al poder, no por su valía personal, sino por una lucha de intereses de partido, más contra los propios que contra sus adversarios; saben que no son los mejores, pero al final, se han hecho con el poder; ¿ejemplo?, Aznar designando a Rajoy como heredero; inician la escalada como políticos anónimos, se afilian a sus nuevas generaciones, emergen lentamente con la ambición en los dientes y medran siendo fieles a la ortodoxia del partido y al servilismo a “los jefes”; otros, en cambio, salen de sus cátedras o de un despacho de abogados, con frecuencia, sin  experiencia laboral alguna; incluso se sienten incrédulos de su propia capacidad, hasta que una nube de aduladores, que aspiran a sacar provecho, se apresura a convencerles de sus excelencias, hasta creerse que ellos ya no son “iguales” a los demás: se consideran superiores.

En su estudio, Owen propone algunos criterios para diagnosticar a una persona poderosa con “el síndrome hybris”: usa el poder para autoglorificarse; se preocupa de forma exagerada por la propia imagen; lanza mensajes triunfalistas; llega a identificarse “con el país o la nación”; muestra una autoconfianza excesiva y un manifiesto desprecio por los demás; pierde el contacto con la realidad; sus personales y discutibles convicciones morales las convierte en guía de sus decisiones políticas hasta imponerlas a todos los ciudadanos; cambia la ley a conveniencia hasta conseguir influir en beneficio propio o de partido en los poderes e instituciones del Estado. Cuando un político cae en la soberbia es incapaz de percibir el deterioro en el que incurre en su gestión. Encerrado en una burbuja de aduladores y cortesanos ni concibe su error ni encuentra a nadie que se lo haga ver. ¿Cuántos de los actuales políticos encajan en este perfil?: ¡demasiados!

Es cierto que a la política, también a otras instituciones, se accede para conseguir el poder; algunos lo llaman “empoderamiento”, como si el nuevo uso del término hiciese menos evidentes sus inconfesables deseos de mandar. Admitiendo la verdad de esa afirmación, la pregunta que debemos hacer a los que a él acceden es siempre la misma: “el poder ¿para qué?”. Los deseos carecerían de sentido si, en el propio deseo, no se explicita qué se quiere hacer con él. Los políticos deben tener claro lo que muy claro tenemos los ciudadanos en referencia a las cosas más importantes que nos afectan y las que más nos identifican: que el objetivo de la política no consiste en promover sus intereses sino los de los ciudadanos. Al escuchar sus declaraciones muchos ciudadanos no dejamos de pensar: “esta gente nos toma por tontos”. Nos hemos acostumbrado a oír con descaro sus mentiras o verdades manipuladas como algo natural y evidente. Instrumentan y manipulan la verdad, retuercen los argumentos a conveniencia, utilizan falacias y una verborrea sin contenido con el fin de conseguir sus propios fines y sin importarles demasiado lo que piensa el ciudadano. La frívola, insulsa y triunfalista rueda de prensa del presidente Rajoy del viernes 31 de julio, es un modelo de cínico descaro, de banal triunfalismo y del “síndrome de hybris”.

A estos engreídos políticos hay que recordarles que no se pueden reproducir las estructuras de poder verticales arruinando el poder horizontal surgido de los movimientos populares del 15 M. De ser así, se defraudaría la ilusión de tales movimientos pervirtiendo la confianza que han depositado en sus líderes; si así actúan, les auguro un breve futuro. Con frecuencia los partidos y sus estructuras no dejan espacio a la acción ciudadana; ocupan en exclusiva el espacio público – político, dejando, apenas, a los ciudadanos el espacio de las urnas; se les relega a esa pobre participación. La política deja de ser, entonces, una actividad de la vida participativa del ciudadano y se convierte en la actividad de sus líderes “expertos y profesionalizados”; se trajinan bien los medios de comunicación y las redes sociales, en las que millones de ciudadanos no estamos trabajados. No nos sorprende ya constatar los tejemanejes que en estas redes sociales algunos políticos y partidos están llevando a cabo. Y la pregunta es: ¿es posible que quien no practica la verdadera democracia o la disfraza pueda llegar a gobernar? Parece poco probable.

Escribía Wittgenstein que “lo que se puede decir debe decirse claramente eliminando todo resquicio de vaguedad o impostada ambigüedad”. Si al hombre le define la palabra y la acción y ambas soportan la posibilidad de la mentira, en estos momentos de la política ambas, acción y palabra, están perdiendo valor; es, entonces, cuando el poder se corrompe, la autoridad deja de ser moral y las mayorías convierten en ley sus caprichos ideológicos o religiosos… Cuántas declaraciones y promesas hemos escuchado en tiempos de elecciones en las que la palabra de inmediato pierde valor y deja de ser un referente moral, para convertirse en el argumento de la fuerza de los votos, con afirmaciones que hacen patente una verborrea banal y débiles falacias. Como el agua se escapa por el colador, la verdad en boca de algunos gobernantes y políticos se difumina o desaparece; la manipulan y supeditan a conveniencia de los intereses del partido en el que militan; no utilizan argumentos, sino argumentarios, previamente pactados y aprendidos. Defendía Alfred North Whitehead, filósofo y matemático británico, que ciertos políticos y algunos periodistas o tertulianos, son capaces de hablar de distintas clases de elefantes sin haber visto uno en su vida. El discurso pedante y cursi puede obnubilar la capacidad crítica del ciudadano o votante, pero a la larga, no engañará a la historia. ¿Ejemplo? Recuerdo ese tuit del que Wittgenstein, amante del lenguaje claro, se partiría de risa: “La hegemonía se mueve en la tensión entre el núcleo irradiador y la seducción de los sectores aliados laterales”. Ante la poco disimulada soberbia y prepotencia moral con las que políticos de todos los partidos, incluidos los recién llegados, alardean de su fuerza electoral y de la necesidad de contar con ellos para condicionar los gobiernos, alguien de su entorno debería recordarles aquello que dijo Don Quijote en el capítulo del retablo de Maese Pedro, “prudencia, muchacho, que toda ostentación es mala”.

Nos hemos acostumbrado a escuchar a tanto portavoz que cualquiera pueda hablar, ya sea periodista, tertuliano, político, diputado, sin que sometamos a análisis crítico lo que dicen: no faltan ideas, aunque haya pocas e interesantes pues, como sentenciaban los clásicos: “Nihil novi sub sole”; lo que faltan son buenos gestores y transparentes políticos. La verborrea oscurece la capacidad del ciudadano a utilizar críticamente su razón. Es el clásico “los arboles no dejan ver el bosque”. En cuanto son capaces de encadenar dos ideas sin atropellar la lógica y la sintaxis, piensan que han convencido al ciudadano. Y encima se les nombra “portavoces”.

Millones de ciudadanos intentamos en estos momentos responder a la pregunta más básica ante las próximas elecciones: ¿a quién debemos votar? Y la debemos responder en la forma más elemental: en referencia a las cosas más importantes que nos afectan y con las que más nos identificamos, y no con las que quieren “seducirnos”. Los ciudadanos debemos ser proactivamente políticos, llegando a las urnas y accediendo al ejercicio de la política no sólo para promover nuestros intereses sino también para definir nuestra identidad, pues sabemos quiénes somos sólo cuando sabemos quiénes no somos y qué queremos y con frecuencia, también, cuando sabemos contra quiénes estamos.

No se puede admitir una forma de gobernar y gestionar el poder si no respeta la pluralidad ni garantiza la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos. La política es una forma de acción y gestión colectiva ejercida por la ciudadanía. La más elemental concepción y acción de la política, aunque puede ser iniciada por grupos o individuos concretos, sólo llega a realizarse si se garantizan la participación y el esfuerzo colectivo; los intereses y las motivaciones de unos cuantos, aunque hayan posibilitado en sus inicios movimientos de cambio, de regeneración y participación y creado espacios de libertad y más derechos, no deben rentabilizarlos ni aprovecharse de ellos interesadamente sus líderes; de tales conquistas, sus protagonistas y actores son los ciudadanos, no sus líderes; son los ciudadanos los que han contribuido a conseguirlos como parte activa. No sería democrático asistir una vez más al nacimiento de nuevos usurpadores de la acción política. Es ahora cuando más debemos luchar por recuperar libertades y derechos conquistados que han sufrido un claro retroceso con los gobiernos del Partido Popular; sin olvidar que todo final histórico y el comienzo de otro nuevo no puede construirse sobre los escombres del antiguo.

En el problemático legado del siglo XX no son pocos los ejemplos históricos en los que, conseguido el poder, si no existe control del mismo, se puede abusar de él; el abuso, entonces, deviene en irresponsable error, en necia estupidez y, no es infrecuente, en despotismo y tiranía. El político soberbio puede ser un peligro para el ejerció ético de la democracia. En su trabajo sobre el origen del totalitarismo, Hanna Arendt desarrolla que esto puede suceder cuando se dan las condiciones para hacer creer al pueblo la máxima engañosa de que con ellos, y sólo con ellos, “todo es posible”.

Los ciudadanos que votan con responsabilidad y conocimiento suficiente de los programas electorales, saben que los presupuestos filosóficos y los valores que encierran (políticos, sociales, culturales, incluso religiosos) varían de forma significativa de un partido a otro. Por mucho que se empeñen (un claro ejemplo es el de Mariano Rajoy y el partido que lo apoya), el éxito económico no puede ser el criterio básico de respuesta en una cita electoral. El paradigma de una economía de éxitos macroeconómicos está muy alejado del mundo real repleto de desigualdades en la España de hoy; así lo demuestran numerosos y solventes informes elaborados por instituciones españolas e internacionales de prestigio (Consejo Económico y Social, Intermón-Oxfan, Cáritas, etc). Que algunos poderosos tengan mucho suele ser el resultado de que otros muchos tengan poco. A Rajoy y su partido hay que recordarles ese sabio proverbio árabe: "Los oídos no sirven de nada a un cerebro sordo".

Es paradigmático que en estos días, dolidos y despechados por la pérdida de poder en las pasadas elecciones, con una soberbia que les incapacita para ver la realidad y la indecencia del ofendido, a toda prisa, pretenden aprobar importantes modificaciones a la ley electoral. No se cansan de repetir que han sido “en muchos casos la lista más votada” y que “hoy, injustamente, gobierna en comunidades y ayuntamientos una coalición de perdedores”. Olvidan los populares que un sistema proporcional tiende a fragmentar los resultados electorales por su propia naturaleza; así lo escribía Juan Luis Cebrián en su artículo “La lista más votada” en el diario El País: la fuerza llamada a gobernar es aquella que sea capaz de congregar una mayoría suficiente para hacerlo. Al fin y al cabo la democracia es esencialmente un método y no una ideología, y el respeto a las reglas debe prevalecer sobre cualquier otro análisis; con arreglo a dicho sistema no es la lista más votada la llamada a gobernar, ni tiene por qué serlo, sino aquella que sea capaz de congregar una mayoría suficiente para hacerlo. Algo mal habrán hecho los populares y sus dirigentes cuando nadie, en todo el arco parlamentario, quiere pactar con ellos. Todos los partidos o grupos políticos - si exceptuamos a Ciudadanos, incumpliendo sus repetidas promesas de “regeneración política y democrática” – le han dicho a Rajoy y a sus “peperos”, esa antigua expresión que, con mohín infantil, decían los niños a sus compañeros de juego: ¡”Pues ya no me arrejunto contigo!” Por algo será.

En su recomendable libro ¿Por qué fracasan los países?, Daron Acemoglu y James Robinson intentan responder a la pregunta del título; parten de esa obviedad contrastada de que “una nueva élite política no necesariamente lleva a que se creen mejores instituciones” ya que un proceso político con frecuencia genera instituciones económicas que no crean incentivos adecuados u oportunidades. Una de las conclusiones del libro es que para tener éxito económico se requiere una economía organizada tal que cree incentivos y oportunidades para la mayoría de la gente. Que eso ocurra depende de cómo funciona el sistema político. Los autores enfatizan que hay muchos problemas políticos que interfieren en la creación de una sociedad inclusiva, lo que denominan instituciones económicas inclusivas, que es lo que se necesita para progresar. Y el Partido Popular, por mucho que se empeñe, en su ADN fomenta las políticas extractivas; es decir, la ley de hierro de la oligarquía, que es cuando las instituciones extractivas se mantienen y sólo cambia la gente que está en el tope o la gente que se beneficia del sistema. De ahí - concluyen - la importancia de que las instituciones se regeneren; una alternativa viable es una amplia coalición de gente heterogénea que desafíe al poder; Lo que se necesita es una amplia coalición. Amplia coalición es lo contrario de lo que, por soberbia y desacertadamente, propugnan algunos líderes políticos, y cada vez menos creíbles, en claro descenso en intención de voto.

Acabo estas reflexiones referenciando una cacicada, consecuencia de la altiva prepotencia de Rajoy y su Gobierno o de su despótica ceguera: es la fábula de cómo se puede premiar la inepcia. Alarma social y escándalo universal nos produciría premiar con el Nobel de la Paz a los terroristas del Isis. Salvadas las distancias, que son inmensas y lo poco acertada de la comparación (de la que pido disculpas) acabamos de ver cómo Rajoy ha nombrado a José Ignacio Wert embajador Jefe de la Delegación Permanente de España ante la OCDE en París, la embajada mejor remunerada de la representación exterior de España; en este premio y escapada acompaña a su ex Secretaria de Estado de Educación, con parecido y goloso cargo. Los que conocemos algo el tema educativo no podemos más que escandalizarnos y sentir vergüenza: Rajoy, sin pudor alguno y enorme prepotencia premia inmerecida y generosamente a los dos más incompetentes gestores que en tiempos de democracia ha tenido el Ministerio de Educación. Decía Dürrenmatt: “No hay cosa que más incordie a los ciudadanos de bien que ver medrar a los mediocres”. O, como sentenciaba Confucio: "Aprender sin pensar es inútil, pensar sin aprender, muy peligroso".

La estupidez de la ostentación y el premio a la “inepcia”