Por una nueva cultura fiscal

Hay quienes se empeñan en atribuir las mayores responsabilidades en el descuadre de las cuentas públicas a factores tales como la supuesta inviabilidad de las políticas de bienestar, al carácter inexorablemente despilfarrador del Estado autonómico o a la ineficiencia congénita en el gasto público español. Se equivocan. Unos lo hacen por desconocimiento, otros por puro prejuicio ideológico.

Hay quienes se empeñan en atribuir las mayores responsabilidades en el descuadre de las cuentas públicas a factores tales como la supuesta inviabilidad de las políticas de bienestar, al carácter inexorablemente despilfarrador del Estado autonómico o a la ineficiencia congénita en el gasto público español. Se equivocan. Unos lo hacen por desconocimiento, otros por puro prejuicio ideológico.

Se presta escasa atención, paradójicamente, a un elemento clave para explicar las dificultades vigentes en la financiación de las Administraciones Públicas. Este elemento es el de la creciente “desfiscalización” de la economía y de la sociedad españolas. Porque el agravamiento más reciente del déficit en la financiación pública no ha devenido fundamentalmente del crecimiento del gasto, ni tan siquiera del encarecimiento de la deuda, sino sobre todo de la caída dramática de los ingresos del Estado.

¿En qué consiste tal “desficalización”? La economía española ha pasado de ser una economía parcialmente sumergida a convertirse en un auténtico submarino. Sectores cada vez más importantes y notorios de la actividad económica se desarrollan al margen de los cauces normativos y de las obligaciones fiscales. Del “¿con IVA o sin IVA?” hemos pasado a la generalización del “sin factura y en efectivo” para buena parte de los servicios más comunes.

La ingeniería fiscal ha convertido nuestro corpus normativo en un coladero para el escapismo impositivo más inaceptable. La distancia entre los tipos normativos de referencia y los tipos reales aplicados es abismal. Y es lugar común que quien tiene un buen gestor fiscal a su servicio paga una irrisión al fisco gracias a la constelación de deducciones, bonificaciones y vericuetos que permiten leyes y reglamentos.

Entre los que se valen de la ley para pagar poco y los que prescinden de la ley para no pagar nada, el agujero del fraude fiscal se agranda día a día. Sin grandes recursos ni grandes esfuerzos, la administración tributaria recaudó más de 10.000 millones de euros el año pasado gracias a las tareas de inspección y sanción. Y los propios inspectores reconocen que su trabajo no alcanza ni al 5% del fraude existente. La actividad impune de los paraísos fiscales resulta sencillamente escandalosa. Que unos cuantos espabilados se beneficien de la criminalidad y del latrocinio de los defraudadores a plena luz del día, amparados por un status insostenible, genera tanta incomprensión como ira.

Cuando los perceptores de rentas del trabajo son conscientes de que pagan más impuestos que quienes se limitan a recoger sin esfuerzo las rentas del capital, la cultura fiscal se resiente. Igual ocurre cuando los pequeños empresarios contribuyen en mayor medida que las grandes empresas amparadas por sus ejércitos de asesores fiscales. Y, en general, las clases medias de este país abominan ya de un sistema que hace recaer sobre sus hombros la parte mollar de la financiación pública, mientras los más pobres se benefician y los más ricos se escapan.

A todo esto, ¿qué ha hecho el Gobierno de Rajoy? Empeorarlo todo, como en tantos otros asuntos. La amnistía fiscal ha consolidado la convicción generalizada de que en este país está penalizado el cumplimiento de la ley y los defraudadores tienen campo libre. Y la subida desmesurada de la imposición indirecta, sobre todo el IVA, traicionando una promesa electoral, ha terminado por asentar la desafección de las mayorías hacia el sistema fiscal. La equiparación del IVA impuesto al material escolar con el IVA a pagar por la compra de un yate ha despejado las dudas de todos los que en estos años han sido objeto de la pregunta clásica del ¿con IVA o sin IVA?

El deber de quienes creemos en un Estado fuerte con unos servicios públicos sólidos al servicio de los derechos de ciudadanía pasa por promover una nueva cultura fiscal. Si queremos un Estado con servicios de primera, hemos de generar recursos suficientes para sostenerlo. Ahora bien, para convencer a los ciudadanos sobre la necesidad de una fiscalidad suficiente, su estructura y su aplicación debe ser legítima, progresiva y justa. Progresiva para que pague más quien más tiene. Y justa para que paguen todos los que tienen que pagar.

Este cambio ha de llevarse a cabo inevitablemente a escala europea, porque las actividades a gravar y los sujetos a pagar han adquirido ya una dimensión que supera las capacidades normativas y ejecutivas de los viejos Estados nacionales. Y este cambio debe ser valiente, para recabar el dinero donde más dinero se genera: en las transacciones financieras, en las operaciones bancarias, en los negocios de las grandes multinacionales, en los grandes patrimonios y las grandes fortunas. Recuperar el equilibrio entre la imposición directa y la indirecta, reforzando la primera y ajustando la segunda conforme a criterios de justicia social, debe ser otro criterio a tener en cuenta.

Son muchas las estrategias a adoptar para salir del agujero en el que nos encontramos. Y, sin lugar a dudas, para contar con un Estado fuerte, unos servicios públicos eficientes, unas cuentas públicas saneadas y una economía equilibrada para el crecimiento y el empleo, resulta imprescindible acometer una gran reforma fiscal en España.