viernes. 27.09.2024
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Fans de Taylor Swift. (Imagen: X)

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Cae la noche. Se encienden las luces del estadio allá a lo lejos. Llevo horas oyendo cánticos corales masculinos que brotan de las calles de alrededor, hasta mi balcón llega el olor de la pólvora, la luz de las antorchas, el furor de los aficionados, en su mayoría veinteañeros. En una hora las gradas del estadio están llenas a rebosar de gente entusiasmada con lo que todavía no han visto pero verán. El equipo local está en Primera Federación, es el Hércules de Alicante, una ciudad con trescientos cincuenta mil habitantes de derecho y varias decenas de miles más de hecho. Se enfrenta a un equipo de la misma categoría, creo que la misma a la que antes llamaban tercera división. Ante la magnitud del griterío y aprovechado que tenía que sacar al perro me acerco al campo. Miles de personas, hasta treinta mil, llenan las gradas como cuando antes, cuando el equipo estaba en Primera, venía el Barça o el Madrid. Sin embargo, la euforia de los seguidores del club alicantino es mucho mayor, el entusiasmo desmedido y la comunión futbolística de los concentrados inenarrable. Antorchas, gritos, cánticos corales perfectamente entonados y, tras comenzar la contienda, insultos masivos al árbitro y al equipo enemigo. No sé si lo que estoy viendo tiene algo ver con el fútbol o es una especie de rito tribal en el que miles de jóvenes otrora desinteresados por el deporte rey, buscan la unión y la complicidad que no son capaces de encontrar a la hora de defender su lugar en el mundo. Hay algo irreal, surrealista, desconcertante, nuevo: jamás en mi vida he visto tal grado de visceralidad en un partido de fútbol jugado en esta ciudad, tanta pasión, tanto desbordamiento, al fin y al cabo, se trataba de un encuentro entre equipos de una división menor.

Viajo a mi pueblo, a la entrada es forzoso pasar por el campo de fútbol. Juegan el local y un visitante. Segunda Federación. Bengalas, antorchas, cánticos y cientos de jóvenes enfervorizados que jalean a su equipo del mismo modo, la mayoría sin atender demasiado a lo que pasa en el césped. Al acabar el encuentro, saltan al césped para abrazar, estrujar y vitorear a los héroes que han ganado por uno a cero al rival. Entusiasmo indescriptible, camaradería inusitada, alegría desbordada y miradas desafiantes hacia el trío arbitral. A lo largo de mi vida acudí en muchas ocasiones a ese campo. Normalmente había un sector de gente de mediana edad, quince o veinte personas, que gritaba e insultaba al colegiado a la mínima, el resto veíamos el partido con el deseo de que ganase nuestro equipo pero sin demasiados aspavientos. Ahora no, todos a la una, cantan y vociferan como estuviesen viendo un partido Liverpool-Chelsea. No corre el alcohol que entonces, pero los botes de bebidas energéticas se acumulan por cientos en el suelo. Corbatas, bufandas en pleno verano, camisetas de los ídolos, cabelleras rapadas al estilo de las juventudes hitlerianas, y un estercolero en las gradas al finalizar el juego que contrasta con el vacío de las papeleras.

Viene Taylor Swift a España, cuatro espectáculos en el Bernabéu. Jóvenes esperando días enteros para conseguir entrada a ciento cincuenta o para entrar los primeros. Pulseras, collares, camisetas, sortijas, libretas, selfis y todo tipo de avalorios para oír a alguien que cantaba buenas canciones countris en sus inicios en bares y salas pequeñas de Estados Unidos, pero que ahora se limita a un espectáculo de luces, coreografía y fuegos artificiales, sin que la música de para mucho más. Es otro acto litúrgico, una epifanía, una catarsis colectiva, cantan sus canciones a la espera, en perfecto inglés, se las saben todas e intentan vestirse al modo de la estrella. Importa poco, muy poco la calidad musical, lo que digan las letras, importa estar ahí, sumergirse en el vapor, en el éter, en la electricidad que desprenden las lentejuelas de la estrella y de sus corifeos.

Semanas después, en momentos de tedio, como otras veces, veo un fragmento de Pasapalabra. Preguntan una vez por canciones de Serrat, otras de Sabina o Ana Belén. No es que los invitados desconozcan las canciones que hay que adivinar, es que apenas les suenan quienes las cantan. Y han pasado apenas unos años.

Llevo años observando cómo desde la aparición de las redes sociales y de la música digital, se ha producido un corte generacional como nunca antes había sucedido

Llevo años observando cómo desde la aparición de las redes sociales y de la música digital, se ha producido un corte generacional como nunca antes había sucedido. Sin embargo, no es un corte que afecte a todo lo anterior, sino que toca sobremanera a la música compuesta y cantada desde los últimos años de la dictadura hasta anteayer, es decir a la música de la democracia, a la que se compuso mientras fuimos más libres y tuvimos esperanza en un mundo mejor. No afecta en absoluto a los bodrios insufribles con olor a calcetín sudado que atormentaron mi adolescencia, puesto que no hay fiesta popular en la que no se oiga algo de Manolo Escobar, Lola Flores, Camilo Sexto, Raphael, Los Pecos o el Dúo Dinámico, incluso llegándose al extremo de glorificar más que nunca a Peret, sobre quien se ha hecho una película como padre de la “rumba catalana”. ¡¡Tens collons!! Entre tanto, apenas se oyen canciones de Lluis Llach, Pau riba, Jaume Sisa, Pablo Guerrero, Labordeta, Paco Ibáñez, Imanol, Lertxundi, Carlos Cano, Aute, Marina Rosell y el propio Joan Manuel Serrat, a quien no darán nunca el premio Nóbel para el que ha sido propuesto por un grupo de entusiasta pese a haber compuesto algunas de las canciones más maravillosas de la historia y merecerse todos los premios y reconocimientos habidos y por haber.

Es un hecho evidente que por primera vez en décadas hay generaciones que desconocen lo que hubo antes de ellos

No es una ruptura que afecte por igual a todos, pero es un hecho evidente que por primera vez en décadas hay generaciones que desconocen lo que hubo antes de ellos. No es una cuestión que afecte sólo a la música, al teatro, a la forma de integrarse socialmente, no afecta a la vida diaria, a la capacidad de responder ante los retos que plantea el nuevo mundo marcado por la economía y el conocimiento digital, retos ante los cuales una buena parte de nuestros jóvenes han optado por la solución individual, por eso que antes se llamaba buscarse la vida sin tener en cuenta a los que están en la misma situación que ellos. El desconocimiento del pasado, en toda su extensión, forma parte de la nueva política, de los nuevos modos de comportamiento. Antes de mi nacimiento no había nada, pero lo que me he encontrado es una mierda, sólo los conciertos dictados por las redes sociales y los poderosos, sólo la rivalidad deportiva rodeado de mi tribu, sólo los viajes, viajar a cualquier lado en un vuelo barato para inundar los lugares más bellos y traerse unas selfis, son los instrumentos encontrados para hacer frente a un mundo que consideran imposible de cambiar colectivamente, con los de esa misma tribu, con los que viven en las mismas trincheras.

La democracia es, por tanto, un sistema político que les es ajeno, no soluciona los sueldos bajos, ni el acceso a la vivienda, ni la llegada de extranjeros que no saben jugar al fútbol, ni evita la frustración que produce el deseo de acceder a bienes materiales cada vez más caros e inalcanzables. Sólo el móvil, los conciertos masivos en torno a artistas de escasa calidad pero de inmenso poder mediático, el fútbol, el patriotismo rancio y los viajes indiscriminados, a donde sea, sirven de lenitivo, de anestesia para poder seguir viviendo mientras todo es una mierda. La ruptura es grave, sobre todo cuando la democracia no ha sido capaz de inculcar los valores éticos y estéticos que le son propios, cuando de su propio seno son cada vez más los que se inclinan por opciones autoritarias ya experimentadas con catastróficos resultados.

Una ruptura generacional sin precedentes