TRIBUNA DE OPINIÓN

¿Visita póstuma o baúl de los recuerdos?

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En junio falleció inopinadamente un entrañable amigo de mi primera juventud con quien compartí aventuras vitales e intelectuales. Nos habíamos distanciado y nos comunicábamos por teléfono sobre todo para felicitarnos los cumpleaños. Es el primer año que no he podido cumplir con ese ritual. Publiqué un obituario en El País y le he dedicado un pequeño altar laico en mi biblioteca con sus libros, al modo de los lares romanos. Los recuerdos de las vivencias compartidas van emergiendo a borbotones, aflorando desde los rincones de la memoria donde andaban agazapados. He celebrado comidas con los amigos que le frecuentamos conjuntamente para recrear su personalidad.

Era todo un personaje, muy excéntrico y lleno de manías. Tras una frialdad aparente se refugiaba una sensibilidad muy frágil. A nadie dejaba indiferente. Su vocación por el estudio era más que absorbente, pero sabría disfrutar de las conversaciones y de todo lo demás. Cuando mudaba de parecer demostraba que cabía defenderlo con la misma determinación y elocuencia, pero siempre fue fiel a sus ideas del momento, haciendo gala de una insobornable honestidad intelectual. Seguir las modas o adaptarse a los políticamente correcto no era lo suyo, pese a que naturalmente las circunstancias contribuyeran a los giros de sus enfoques.

¿Tiene sentido visitar a un amigo póstumamente o es preferible rebuscar en el baúl anímico de los recuerdos?

El caso es que su familia nos ha franqueado el acceso a la vivienda del difunto amigo y me pregunto si tiene sentido rendirle una visita con carácter póstumo. Puede plantearse como un homenaje a su memoria, pero no deja de tener sus aristas muy agridulces. Ayer decidí que iré con otro buen amigo desde Madrid a Barcelona para llegar hasta su última morada. Esto me ha hecho pasar una noche toledana, trufada de pesadillas muy vivas en las que abro carpetas, rastreo manuscritos y ojeo libros. Mi móvil es localizar los diarios de su puño y letra del segundo viaje por Europa que hicimos en tren cuando éramos unos pipiolos.

Pese a las dudas, creo que prefiero ir a dejar de hacerlo y arrepentirme después, aunque tengo muy claro que nada material, ni siquiera un diario compartido, puede sustituir a lo principal, el rescate de las anécdotas rememoradas en mil ocasiones y ponerse a rebuscar con fruición en el baúl de los recuerdos del alma. Ahí es donde nos encontramos los ateos. He renunciado a propiciar un volumen de homenaje a su trayectoria intelectual. Me conformo con que llegase a leer y comentarme las reseñas que hice de su último libro, Moral y Civilización.