MEMORIA HISTÓRICA

En el homenaje a Modesto Manuel Azcona Garaicoecha

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Este 20 de julio pasado, se celebró en Villafranca (Navarra), la recepción de los restos mortales del político de Unión Republicana -partido integrado en el Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936-, Modesto Manuel Azcona Garaicoecha, asesinado en Bayas (Brugos) el 19 de septiembre de 1936. Su cadáver quedó, junto con el de tres personas más, entre ellos el Diputado General Álava, Teodoro Olarte, Casto Guzmán de Luna gestor socialista y el trabajador de Banco, Benedicto Luna. Los encontró así el acalde del pueblo, sr Trucelo, quien dio la orden de que se los condujera en un carro tirado por bueyes al cementerio donde fueron inhumados por el enterrador municipal, apodado “El Mosca”.

Muchas veces nos hemos preguntado el porqué de semejante crueldad. Se puede entender que durante la guerra se cometiera este tipo de maldades. Hablamos, sobre todo de asesinar impunemente, pero la vesania de no enterrar a los muertos o hacerlo de un modo que ni siquiera las bestias del campo son capaces de cometer supera la piedad humana. Menos se entiende tal acto de barbarie cuando, después de transcurridos casi noventa años de aquellos crímenes, se siga manteniendo la ideología fascista que había detrás de aquel vil comportamiento y, en especial, se entiende aún menos la inhibición absoluta de Iglesia a la hora de exigir a las autoridades franquistas el piadoso acto de enterrar a los muertos como mandaba la doctrina católica que decía defender. Al parecer, los muertos asesinados del Frente Popular no gozaban del beneplácito de Dios.

Recordemos que los franquistas, ganadores de la guerra, eran católicos, apostólicos y romanos, y defendían el nombre de Dios como justificación primera y última del golpe de Estado y de los asesinatos cometidos -se mataba porque Dios lo quería-, y aun así, a pesar de presumir de cristianos, no tuvieron escrúpulo alguno en arrojar los cuerpos de los muertos asesinados al borde una carretera como si fueran basura. Así fue el caso de Manuel Modesto Azcona, y de tantos otros, cuya recuperación ha tardado nada más y nada menos que 88 años. Una recuperación que ha sido posible gracias a la familia Fuertes-Lerga, nietos y biznietos de Manuel, porque si hubiera dependido del Estado y, sobre todo, de los gobiernos que lo han regido, los restos de Manuel Modesto Azcona aún seguirían en ese cementerio -campo santo según la jerga eclesiástica-, de Bayas, después de que fuera asesinado en septiembre de 1936.

Cuesta imaginar que quienes tenían como una obra de misericordia la de “enterrar a los muertos” se comportaran de ese modo durante la guerra y en décadas posteriores

Cuesta imaginar que quienes tenían como una obra de misericordia la de “enterrar a los muertos” se comportaran de ese modo, ya no sólo durante la guerra, sino durante décadas posteriores. Y es que, se quiera o no reconocer, los políticos de la transición política quisieron hacer borrón y cuenta nueva de esta historia, pretextando dicho olvido como elemento de reconciliación, un mecanismo fraudulento que no ha funcionado. La actitud de la derecha podía entenderse, pero no lo la de ciertos partidos de izquierda a quienes les costó más que un esguince cerebral sumarse a este movimiento, cuya finalidad no era remover ni revolver lo sucedido en la guerra, sino algo tan sencillo y tan humano como recuperar los restos mortales de familiares, desperdigados aún por ribazos y cunetas desde la guerra. Se trataba, se trata aún, de un acto, ya no sólo de amor y de recuerdo hacia unos familiares, sino un acto de justicia asociada a la verdad histórica y a la reparación del honor de unas víctimas asesinadas en una Navarra donde, como se ha repetido, no hubo frente de guerra. Y en donde si lo hubo, los asesinatos se sucedieron de un modo impune, como fue el caso del gestor de la diputación foral de Álava, Manuel Azcona Garaicoechea, junto con los nombres indicados. Se los asesinó por defender la democracia, la constitución de 1931, la República y el Estado Laico. No hay que darle más vueltas a la noria del crimen impune.

Es evidente que para los franquistas, lo de enterrar a los muertos sólo iba con los que eran sus muertos, ahondando más aún la división social entre los españoles. Los muertos y asesinados del bando contrario jamás tuvieron la consideración de personas. No les importó que sus restos siguieran a la intemperie o en descampados. Es que ni en la democracia ayudaron a indicar siquiera dónde fueron “enterrados someramente” sus cuerpos. Peor aún. Durante años, mantuvieron la cínica tesis de que estaban “desaparecidos”, lo que aumentó más el dolor de las familias. Para certificar que estaban muertos hubo que pasar por la humillación de solicitar un certificado de defunción a la administración franquista, firmado por quienes nunca vieron los cadáveres de quienes afirmaban que habían muerto “a consecuencia del Glorioso Movimiento Nacional”.

Uno pensaba que a estas alturas de la vida esta mentalidad política había desaparecido, pero desgraciadamente no es así. Hace bien poco, el líder del PP dijo que “Abascal no era su enemigo, sino Sánchez”. La expresión parece ingenua, pero revela muy bien la manera con que la derecha y la ultraderecha de este país entienden la política. Una lucha entre amigos y enemigos. Y los enemigos si están ahí es para aniquilarlos. Así lo entendió el nazismo, y así lo practicó el franquismo. Y ahí está encharcada la estrategia del PP, que en ningún momento ha hecho política de Estado, sino de guerra estratégica.

Paradójicamente, o no tanto, tras el atentado contra Trump, el líder actual del PP afirmó que “alimentar el odio hacia quien piensa diferente desemboca en situaciones como la vivida hace unas horas en EUU” y lamentando que” todavía haya quien prefiera disparar a votar para defender su ideología”. Sin duda. Pero parece que este hombre ha olvidado que ese odio hacia quien es diferente fue lo que hizo posible, no sólo el golpe de Estado y, tras el fracaso de éste, la guerra, sino, también, el trato que se dio a los muertos republicanos en el frente y a quienes no fueron a la guerra y fueron asesinados con total impunidad. No enterrarlos fue consecuencia de ese odio al diferente. ¿Cuándo ha pedido el PP o la derecha de este país, que el Estado asuma de una vez por todas la recuperación de los restos morales de los republicanos asesinados durante la guerra y que aún siguen desperdigados por los lugares más insólitos que puedan imaginarse? Que la derecha de este país apruebe una ley llamada Ley de la concordia, en cuyo articulado no se condena el franquismo, es la más contundente evidencia de que la filosofía política nazi del amigo y enemigo, esa que postuló Carl Smithz, y al que tanto debió Fraga Iribarne, padre putativo del actual PP.

La verdad que se esconde detrás de sus nombres es una verdad que no se puede enterrar

Y retomando el inicio de este artículo, seguro que el lector recordará aquella frase de “los muertos que vos matastéis gozan de buena salud”. Pues bien, dejando de lado la discutible autoría de la frase en cuestión, atribuída a distintos literatos, sabemos que los muertos no gozan de salud alguna, pero, tomando la frase como hay que tomarla, es decir, figurada o metafóricamente, entonces sí que es cierto que “los muertos que mató” el franquismo siguen gozando de buena salud. Y lo hacen porque permanecen vivos en la memoria; lo mismo que las razones por las que fueron asesinados. La verdad que se esconde detrás de sus nombres es una verdad que no se puede enterrar. Es la verdad de quienes fueron asesinados por defender la república, la democracia y la soberanía popular. Si esta verdad goza en la actualidad de buena salud lo es en parte gracias al recuerdo de Manuel Azcona Garaicoechea y a la de tantos nombres que el franquismo intentó sepultar en la tumba del olvido. Contra este olvido, la memoria de la verdad, de la reparación y de la justicia nada más saludable que reivindicar su memoria.