La mala educación

Necesitamos tu ayuda para seguir informando
Colabora con Nuevatribuna

 

La educación pública, mermada de plantilla, medios y presupuestos y con ratios alumno/profesor imposibles, no puede dar abasto. En la concertada, o sea, para ser sinceros, la privada subvencionada por el Estado, la situación no es más halagüeña. Sus dueños, patrocinadores, sostenedores y voceros no paran de alabar su excelencia prestando falso testimonio, lo cual es pecado, ellos tendrían que saberlo. Sus alumnos no salen del bachillerato mejor preparados. Tras haber dado clase a unos y otros durante décadas, afirmo que su excelencia tiene la misma realidad que las siete ciudades de Cíbola, Shangri-La o las minas del rey Salomón. Eso sí, la escuela concertada preserva a los hijos de familias ricas de sufrir la afrenta de mezclarse con la plebe, y no digamos con población marginal, excluida o migrante. No vaya a ser que niños tan pulcros y formalitos acaben manchados por el contacto con el vulgo. 

Por otro lado, los programas y objetivos en las dos tienden a centrarse en la empleabilidad futura de los alumnos. Y no contemos con que la cosa se enmiende en una Universidad volcada en aportar habilidades como si estuviera adiestrando equilibristas en vez de personas. Las privadas en España son un chiste de mal gusto. Todo el mundo sabe, y los padres los primeros, que son meras máquinas de intercambiar títulos académicos por dinero contante y sonante. En tal ecosistema, la formación integral ha sido dada por desaparecida en combate en todas las etapas de la escolaridad. Aquella frase del tango que asegura «que veinte años no es nada» es rigurosamente cierta, tratándose de estudios. Dos decenios o más de asistencia a un curso tras otro no le sirven al individuo para lo realmente importante. En el mejor de los casos le permitirán ganarse el cocido, pero con una conciencia a medio amueblar. 

Las privadas en España son un chiste de mal gusto. Todo el mundo sabe, y los padres los primeros, que son meras máquinas de intercambiar títulos académicos por dinero

«Bueno, no hay que desesperar, siempre estará la familia para completar la instrucción». ¿Mande? Con frecuencia, los hijos ven a sus padres un ratito a la hora de cenar, y para de contar. Hace lustros que la conversación seria se ha evaporado en los hogares. En toda clase social y nivel educativo, la tendencia es arreglárselas para que los críos no molesten. Los adultos están tan ocupados con sus trabajos, hipotecas y proyectos o intentando satisfacer sus necesidades lúdicas y de ocio que no tienen tiempo, energía ni ganas de atenderlos. Se los despacha al modo de los pacientes psiquiátricos sometidos a sobredosis de drogas que los tienen abotargados. Encontramos padres encantados de que sus vástagos permanezcan tranquilos en sus asientos o atrincherados en su cuarto, y los dejen gozar de su merecido descanso mientras «juegan con la Play» o «se divierten en el ordenador». Las pantallas desempeñan la función de la farmacopea en este remake de Alguien voló sobre el nido del cuco

Aquí está el meollo del asunto: ¿quién educa mayormente a las nuevas generaciones? Si somos honrados, tendremos que contestar que es la periferia tecnológica a la que están perpetuamente conectados –¿o condenados? –, provistos de sus correspondientes auriculares. Si de vez en cuando cierta preocupación se vislumbra en los media, nada se hace para apaciguarla. Ni siquiera se llega a considerarla un problema real. Pero lo es, y muy gordo. Hoy día prácticamente nadie se atreve a sostener, como unos años atrás no solo opinadores todo terreno, sino presuntos especialistas, que el uso precoz y continuado de bibelots por los nativos digitales mejora sus capacidades intelectuales. Un estudio tras otro demuestra que, en las últimas décadas, en particular con el cambio de milenio, la habilidad mental, la inteligencia general y el CI están disminuyendo. No estamos hablando de la espeluznante caída del bagaje cultural que se constata en los titulados medios y superiores. Eso se debe en gran medida al desprecio hacia el conocimiento instalado en las conciencias desde los años 80. Hablamos de competencias necesarias para la vida laboral y cotidiana.

¿Quién educa mayormente a las nuevas generaciones? Si somos honrados, tendremos que contestar que es la periferia tecnológica a la que están perpetuamente conectados

 «Cielos, ¿qué está pasando?». Que los verdaderos maestros y profesores son dispositivos electrónicos y cascos. Esto significa videojuegos en bucle, casi todos violentos y machistas, o consolas que mantienen al personal absorto mientras sus ojos y cerebro sufren un bombardeo de imágenes epileptógenas. Añádase al explosivo cóctel el acceso incontrolado a cualesquiera contenidos de Internet y la dependencia absoluta del móvil. Todos estos elementos tienen un poder adictivo comparable al de drogas legales o ilegales. Pero no se acaban ahí las malas influencias de las que les es cada vez más difícil alejarse. Lo peor, especialmente en edades tempranas, es el horripilante género de música que escuchan día y noche.

El rock ha quedado reducido, en sus múltiples variantes, a una música de élite, sustituida y ahogada en el corazón del gran público por un pop de extrema pobreza musical que no duda en poner sus mensajes al nivel rastrero de los estilos en candelero. Son básicamente el trapp y el reguetón, así como un sucedáneo del rap original adscrito a la misma ideología. Miles de videoclips hacen apología de la riqueza y de los ilimitados placeres que lleva asociados. Ese mundo está a un clic. Lo que está en cuestión no son las evidentes carencias musicales y estéticas de unos productos que, en su mayoría, son bazofia sonora. Lo más desolador son sus letras, incesante sucesión de panegíricos del derroche, las drogas, la violencia y el sexo machista. 

La inopia en la que vegetan padres y profesores sobre el nocivo tenor de lo que ven y oyen los chicos es realmente patética, aunque también culpable. Empeñados en defender con uñas y dientes la candidez de su mirada y la virginidad de sus oídos, simulan no saber a qué dedican las horas que pasan enclaustrados en su habitación o en lugares tan sanos como locales de entretenimiento. Yo he visto en un parque, por cierto, próximo a un colegio concertado, a un grupo de padres y madres encantados de la vida riendo las monerías que hacían sus retoños. Se trataba de menores de diez años que imitaban los movimientos del twerking y el perreo. El número de pernoctaciones en Babia debe de estar por las nubes.

La inopia en la que vegetan padres y profesores sobre el nocivo tenor de lo que ven y oyen los chicos es realmente patética, aunque también culpable

Difícilmente habrá adultos que ignoren que el consumo de la pornografía más nauseabunda en la red por niños y adolescentes es masivo. Pero como siempre, prefieren creer que los que participan en ese juego son los hijos y los alumnos de otros. Luego, no pocos de esos progenitores se escandalizarán si su centro de enseñanza propone actividades de educación sexual y afectiva o talleres de igualdad de género. Dado que ellos a su vez dimiten de impartir las charlas pertinentes, el conocimiento de los misterios del cuerpo y las relaciones físicas queda reservado a los antros virtuales. 

¿Resultado? Fácil de comprobar. Una profesora traslada a un compañero su asombro cuando en tutoría, una alumna de 13 años le confiesa su desagrado ante la forma en que su novio la penetra desde atrás y le azota los glúteos llamándola insistentemente zorra. Preguntado él, dice actuar de este modo «porque así lo hacen en las películas porno» (Illescas: Educación tóxica). Esta historia es más ilustrativa que mil palabras. Ese es el nivel de formación al que acceden hoy muchos jóvenes.

Pero volvamos a los temas de moda y sus letras éticamente perversas y estéticamente repelentes, aunque muy pegadizas, ya que han sido fabricadas expresamente para ello por especialistas asistidos por ordenador. No podía faltar una ostentosa puesta en escena con secuencias crudamente realistas en videoclips rodados con presupuestos de superproducción. Los chavales contemplan en primera fila la vida de sus ídolos, una fiesta sin límites donde el dinero corre a raudales a la par que la comida, el alcohol y las drogas. No dejan de figurar en el pack copiosos harenes, que para sí hubiera querido Salomón, de espléndidas sirenas en bikini prestas a satisfacer su menor capricho. Algunas estrellas femeninas se ofrecen también cortes de machotes de bíceps interminables y abdominales cual tabletas de chocolate. El Sistema no tiene mayor problema con ciertas formas de igualdad de género degeneradas para quien pueda pagárselas. 

El papel que juega la omnipresencia del sexo es el de gran atractor, y la forma en que se expone una invitación al patriarcalismo, el machismo, la ordinariez, la agresividad y la violencia. Los episodios de sexo narrados o escenificados constituyen apologías de la violación, son la encarnación de los fantasmas varoniles más abyectos. La imagen de la mujer que vehiculan es denigrante y el trato que predican para ella brutal. Los propios muchachos se dan cuenta de esa realidad, pero esto no impide que sigan ingiriendo tal cianuro mental y acaben por integrarlo. 

El papel que juega la omnipresencia del sexo es el de gran atractor, y la forma en que se expone una invitación al patriarcalismo, el machismo, la ordinariez, la agresividad y la violencia

La manida coartada de que el mercado suministra aquello que el público pide es falsa. Esos mensajes están ahí porque la industria quiere que estén; la responsabilidad última es de la oferta, no de la demanda. ¿Y qué interés tienen los dueños del tinglado musical en promoverlos? Bueno, repasemos lo que ofrecen. Clasismo, competición, conformismo y consumismo, las cuatro ces minúsculas sobre las que se asienta la C mayúscula del Capital. El constante reclamo del sexo que enarbolan pregona el consumo banalizado de una persona por otra, la que ha triunfado en la vida. Todo envuelto en un olímpico desprecio a la condición femenina. En ese universo ella es un objeto cosificado, sexualizado y abusado hasta la extenuación. Lo trágico es que numerosos chicos y chicas interiorizan esa imagen como la única forma posible de ser mujer. 

Las tenebrosas secuelas de ese género de educación están ante nuestras narices. Se nos podrá argumentar que el rock clásico hablaba también de drogas y sexo. En efecto, pero en el primer caso no ocultaba sus aspectos sórdidos, sombríos y fatídicos, y en el segundo no expulsaba del repertorio las canciones de amor y desamor o acerca de las dificultades y bondades de las relaciones humanas. Cabían muchos otros temas, desde la protesta política, social o antibélica a las confesiones de angustia y desconcierto de los artistas que, en la música popular destinada al gran público, hoy no comparecen ni por casualidad. 

Engañarse sobre lo que acarrea esta hiperconexión tecnológica convertida en educación sentimental de la edad temprana es un error de pesadas consecuencias. Se está implantando en mentes en desarrollo la idea fija de que no existe nada más allá del consumo rápido, continuado y fácilmente olvidable. Lo de ayer ya no significa nada, y toca formatearse de nuevo. Se patrocina un mundo en el que nada ni nadie pueda despertar un apego presidido por el duro deseo de durar.