CRÓNICAS DEL DESEMPLEO I

Crónicas del desempleo: Madrileñofobia

Las redes sociales, como la política de partidos de los últimos tiempos, abusan de la dramatización para evitar la actitud crítica que separaría lo mollar de la morralla.

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Una de las cosas que te sucede cuando de repente te encuentras en situación de desempleo -no la primera, ni la segunda, ni siquiera la décima, pero invariablemente en algún momento de la cadena de infortunios originados por el desempleo no buscado- es que una encuentra la tentación de disipar o al menos bloquear parte de la frustración en el escapismo que ofrecen las redes sociales. Es un ejercicio que, de un tiempo a esta parte, se ha vuelto siniestro. La infinita sucesión de banalidades de TikTok, ensimismada en sus rutinas de belleza, de ejercicios tonificantes, de gatos kawaii, de retos absurdos, de mujeres que fingen ser amas de casa, criptobros, comida healthy y bulos de todo tipo, se entrelaza con el oscuro submundo de Telegram, y las filias y fobias en Twitter (ahora llamada X; disculpen, es que no me resisto a perder del todo al pajarito). Quién me iba a decir que Facebook sería para mí un espacio en que conservar amistades lejanas y compartir conocimientos y dudas, todavía; será la edad. Instagram sigue siendo sobre todo un mural de trabajo donde aprendo y muestro mis progresos, así que no tiene para mí el mismo nivel de toxicidad que las alternativas.

La infinita sucesión de banalidades de TikTok se entrelaza con el oscuro submundo de Telegram, y las filias y fobias en Twitter

El caso es que este verano y, coincidiendo con la deriva autodestructiva que ha imprimido su nuevo dueño a X, este lugar privado ha añadido a su catálogo de miserias la madrileñofobia.

Es un signo de los tiempos –que no estrenamos; la humanidad es muchas cosas, pero no es original en su nefasta gestión de las emociones, su asociación a falsas creencias, alentadas por el histrionismo, la mediocridad y la mala fe de las fuentes de desinformación, que buscan desestabilizarnos y hacer caja- la atomización de las sociedades en grupúsculos de odio dirigido hacia los otros, sin tener en cuenta que los otros somos nosotros en algún momento. Este verano, entre los verdaderos problemas como el genocidio de personas palestinas, el drama de los migrantes que huyen de circunstancias terribles y sufren un larguísimo calvario en virtud de una esperanza que apenas representamos ya los europeos, la guerra en Ucrania o el avance de la crisis climática, se ha colado la madrileñofobia (que no es un problema de verdad, perdón por el spoiler).

Los madrileños hemos aprendido a acoger y a sobrevivir, a pesar de las condiciones de un lugar cada vez más hostil

Yo soy madrileña y eso, como para casi todos quienes puedan predicarlo de sí mismos, es una circunstancia muy limitada en el tiempo y poco arraigada familiarmente. Mis abuelos maternos provienen de Robladillo de Ucieza, tierra de campos en Palencia, cerca de Carrión de los Condes. Desde que esa generación se fue marchando en busca de un futuro mejor, ha bastado otra para dejar el pueblo vacío y en ruinas. Mis abuelos recalaron en Madrid y allí tuvieron dos hijas. Después, vivieron en León y en Tarragona, por causa del trabajo de mi abuelo, que era mecánico de vuelo en aviación militar. Mi abuela paterna era de Novelda, en Alicante; de allí la sacó la guerra. Y en algún momento se encontró con mi abuelo, que era hijo de la marquesa de Iznate, en Málaga, y que no quiso seguir en la Marina y se fue a vender máquinas de escribir a Tánger. Se casaron y se fueron a Madrid, por un problema de nada con un mandamás franquista que quería expoliar materias primas alicantinas para sus fábricas en Cataluña y, por cuya mano, se sugirió a mi abuelo que dimitiera de su cargo, no fuera a ser que le diera por morirse y pareciera un accidente. Así que soy madrileña, como casi todos los que vivimos allí, porque la vida fue muy dura en los años cuarenta y cincuenta, y algunas personas fueron a la capital a vivir de forma precaria e improvisada. Al fin y al cabo, Madrid resultó ser capital de forma precaria y, si no improvisada, sí con cierto tufillo a solución de compromiso.

En general, a los madrileños no nos importa este desarraigo; hemos aprendido a acoger y a sobrevivir, a pesar de las condiciones que hacen de esta comunidad autónoma un lugar cada vez más hostil. Y me aventuro a decir que muchos querríamos marcharnos, no de fin de semana, sino para siempre.

Ahora que, de nuevo, hay elecciones en EEUU, un país que siempre me ha parecido también hostil por su modelo de convivencia, su manera de enfocar la sanidad, la educación, la vivienda, el crédito, la elección y distribución de medicamentos; ahora, de nuevo me pregunto por qué no abandona más gente ese país. Y la respuesta, sin ser simple, es sencilla: cada uno conformamos un mapa del funcionamiento de nuestro mundo y una red de afectos. Todo lo demás está supeditado a estas dos realidades.

Mientras esta máquina de triturar carne que es la política de esta comunidad nos siga dando de comer, prevalecen los afectos

Lo mismo nos ocurre a los madrileños, mientras esta máquina de triturar carne que es la política de esta comunidad nos siga dando de comer, prevalecen los afectos; como permanecieron en los pueblos las personas que cultivaban el cereal y criaban ganado y vendían leche, hasta que eso perdió fuerza debido a una multiplicidad de factores, y tuvieron que emigrar. Eso no significa que no nos guste la ciudad; muchos buscamos a través de nuestro trabajo, nuestro modelo de relaciones y nuestra relación con la cosa pública formas constructivas de recrear y vivir Madrid para que sea un lugar ameno. Es un trabajo ímprobo, como si cada meta alcanzada fuera la roca de Sísifo.

En fin, que Madrid no es España lo sabemos todos. Que las motivaciones por las que el PP y su cara más grotesca, la tricefalia Ayuso-MAR-Almeida, siguen gobernando en la región son complejas y resulta ridículo eso de “disfruten lo votado” deberíamos saberlo todos. Y que en todas partes hay personas maleducadas y déspotas es evidente.

Por lo demás, este verano he tenido la suerte de llevar mis huesos madrileños de segunda generación por Galicia, Ávila y Valencia, y en todos esos lugares he recibido buena educación, acogida, simpatía y comprensión, en castellano, valenciano y gallego. Me he reído con las cuentas del pajarito azul que desanimaban irónicamente al turismo en sus provincias con sorna y un toque de humor negro; me he sentido apenada por el ensañamiento de algunos usuarios; y me he recordado a mí misma que X es un lugar privado, pequeño y manipulado, en el que solo merece la pena rodearse de personas buenas, brillantes y con afán de colaboración.

Las redes sociales, como la política de partidos de los últimos tiempos, abusan de la dramatización para evitar la actitud crítica que separaría lo mollar de la morralla. Por eso se habla de madrileñofobia, por ejemplo, que “son los padres”, para evitar poner el foco en el precio de la vivienda, los alimentos, la sobre explotación turística y las condiciones de los trabajadores, que somos nosotros, sin coronas, barbas, oro, incienso o mirra. Nosotros, a secas, tomando malas decisiones.