Confieso que he disfrutado. (Memorias de un tipo con suerte)

Roberto R. Aramayo en el Bodegón del Riojano. (Foto de Jesús Carlos Gómez Muñoz)
Roberto R. Aramayo hace su propia semblanza personal destacando la fortuna que ha creído tener en todos los terrenos.

Necesitamos tu ayuda para seguir informando
Colabora con Nuevatribuna

 

Hace ya medio siglo un colombiano al que acababa de conocer decidió amenizar una velada en la Selva Negra leyéndonos las manos a los comensales. A mi me dijo que mi buena estrella no tenía parangón. Que si alguna vez un tren se cruzaba conmigo, descarrilaría sin dañarme. Decidí creérmelo. Al fin y al cabo, si apuestas por lo contrario, serás un cenizo de por vida. Lo cierto es que las coyunturas fueron dando la razón al quiromante amateur.

Nací prácticamente ahorcado por mi propio cordón umbilical, pero sobreviví, para gran alegría de mis padres que habían perdido a su primogénito a los diez meses, mientras mi hermano estaba en el vientre de nuestra madre. Mi familia me obligó a estudiar una carrera, porque nadie pudo hacerlo con anterioridad. Con ello me abrieron unos horizontes culturales que no estaban inscritos en mi cuna. Fui tarde al parvulario, pero enseguida hice unos excelentes amigos e incluso salí de la mano el primer día con quien compartiría juegos eróticos infantiles.

De adolescente no tuve vicios porque tampoco podía sufragármelos. Tenía que ahorrar para comprarme una cámara fotográfica decente y eso agotaba todos mis recursos económicos. Eso me hizo dominar las máquinas de flipper y, tras pasar horas jugando, vendía las muchas partidas que acumulaba en una tarde. Cuando suspendí un montón de asignaturas al comienzo del bachiller, mi padre no me abroncó en absoluto y me dijo que ya vendrían tiempos mejores.

Mi formación universitaria lo debe todo a mis condiscípulos, algunos de los cuales devinieron en grandes amigos

En realidad mis notas del colegio eran excelentes. Lo malo era examinarse cada junio en el Cardenal Cisneros por turno libre. Te jugabas la calificación en una hora y ese trance se me hacía sencillamente intolerable. Las plegarias de mi madre no consiguieron atajar mi nerviosismo y aversión por los exámenes en general. Por eso me hice firme partidario de lo que luego se conoció como evaluación continua.

El ambiente de mi curso universitario fue maravilloso. No precisamente gracias a un profesorado inepto que habían conseguido sus cátedras por simpatía con el régimen franquista, sino por la excelente camaradería que reinaba entre mis compañeros de clase. Tomábamos decisiones colectivas sin suma facilidad y no había ningún espíritu competitivo.

Salvo los casos de Antonio Pérez Quintana y Eusebio Fernández, mi formación universitaria lo debe todo a mis condiscípulos, algunos de los cuales devinieron grandes amigos e incluso algo más. He citado sus nombres muchas veces. De nuestro quinteto de aquella legendaria época este año ha fallecido el más joven, Juan Antonio Rivera, lo que nos ha impresionado sobremanera. 

No sabía cómo eludir el servicio militar obligatorio y escribí al ministro de la defensa para quedar exonerado. Mi argumento era la esquizofrenia que suponía tener una beca de investigación en filosofía y compatibilizarla con la obediencia ciega propia del ejército. Pues bien, tras pedir todas las prórrogas por estudios imaginables, justo cuando me tocaba sortear se legisló sobre la objeción de conciencia y hasta eludí el servicio social sustitutorio, al ser declarado “histórico” por pertenecer a la primera tanda de objetores.

La propia beca citada más arriba fue fruto del azar. Supe por pura casualidad que había una convocatoria del CSIC y ese año habían aumentado el cupo. De repente me pagaban por hacer una tesis doctoral sobre Kant. Eso me permitía dedicarle a este quehacer unos años, antes de incorporarme por fin al mercado laboral. Se me ocurrió firmar sin más unas ayudantías en la UNED, que por supuesto no saqué. Sin embargo, a Javier Muguerza le gustaron mucho mi trabajo de doctorado y mis primeros artículos. Aunque no me conocía personalmente, dicha circunstancia fue decisiva para que luego apadrinara sin pedírselo mi adscripción al nuevo Instituto de Filosofía del CSIC, porque había desparecido el inaugurado bajo la dictadura.

No sabía cómo eludir el servicio militar obligatorio y escribí al ministro de Defensa para quedar exonerado

Con solo veintinueve años me convirtieron en funcionario público con una estabilidad laboral asegurada de por vida. Solo por estar en el momento propicio cuando el kairós pasaba junto a mi vera. Siempre he pensado que no merecía nada semejante, aunque todo depende obviamente de con quienes te compares, porque las comparaciones desde luego siempre son odiosas en uno y otro sentido. Resultó que a mi admirado Muguerza siempre le había interesado mucho el Kant práctico y eso propició que organizáramos diversas actividades a golpe de bicentenario, de las que fueron surgiendo varias publicaciones colectivas como “Kant después de Kant” o “La paz y el ideal cosmopolita de la Ilustración”.   

Al no tener docencia obligatoria, decidí consagrarme a editar textos kantianos con prólogos que mi amigo Javier Echeverría califica de lecciones magistrales. Lo cierto es que me di a conocer como traductor de Kant y en algunos lugares como Guanajuato se me han hecho recibimientos realmente notables. Además tuve la suerte de comenzar publicando en Tecnos y colaborar luego sistemáticamente con Alianza Editorial, cuya colección de bolsillo veneraba desde mi época estudiantil. Siguen reeditándose con cierta regularidad mis ediciones de la “Fundamentación”, ¿Qué es la Ilustración”, la segunda y tercera “Críticas” y “El Conflicto de las Facultades”. En ese catálogo figuran también mi libro titulado “Kant: Entre la ética y la política”, junto a “Schopenhauer: La lucidez del pesimismo” y “El mundo como voluntad y representación”.

Tiendo a ser más bien holgazán y admiro mucho la tenacidad. Pero me aficioné a organizar cursos de la UIMP y uno de los textos que preparé para el dirigido en Valencia con Villacañas devino un libro. Solicité una Ayuda del Ministerio de Cultura y, al serme concedida contra todo pronóstico, escribí “La Quimera del Rey Filósofo”, que Savater me publicó en Taurus. En su presentación conté nada menos que con Emilio Lledó. Antes Muguerza me animó a recopilar algunos trabajos dispersos y eso dio lugar a mi “Crítica de la razón ucrónica: Las aporías morales de Kant”, publicada en Tecnos.

He tenido la fortuna de que mis escasas publicaciones encontraran una soberbia difusión

Una llamada errónea de Manuel Cruz, me hizo colaborar con su colección “Descubrir la filosofía”. Se trataba de hacer accesibles a ciertos autores para un público general. El desafío me gustó. Así salieron “Rousseau: Y la política hizo a los hombres tal como son” y “Voltaire: La ironía contra el fanatismo”. Ambos títulos han circulado por los kioskos de medio mundo y se han traducido a diversos idiomas como el portugués, griego moderno e italiano entre muchos otros. He tenido la fortuna de que mis escasas publicaciones encontraran una soberbia difusión.

Por diversas circunstancias, me correspondió idear algunas colecciones de libros académicos, entre las que se cuentan “Theoria y práctica”, “EidÉtica”, “Moral, Ciencia y Sociedad” o “Clásicos del pensamiento europeo”, todo ello en colaboración con mis colegas del Instituto Concha Roldán y Txetxu Ausín.  En lo tocante a revistas, hace diez años cofundé “Con-Textos Kantianos”, una revista internacional que se publica en seis lenguas gracias a quien ideó la revista conmigo y ha conseguido que la UCM asuma su gestión editorial, llevada a cabo muy artesanalmente durante los primeros números. En esas páginas me hicieron una entrevista con motivo de mi sexagésimo aniversario.

A la revista “Isegoria” le he dedicado buena parte de mi trayectoria profesional, formando parte de su equipo editorial durante sesenta y nueve números, hasta verme despedido con cajas destempladas por parte de quien regenta la Editorial CSIC. Otro golpe de fortuna, pues no puedo dejar de comparar este quehacer con otras épocas en donde brillaban por su ausencia unas normativas y unos protocolos que dejan en muy segundo lugar lo importante. Fue una fiesta colaborar estrechamente con Javier Muguerza, Victoria Garrido, Francisco Maseda, Concha Roldán y Nuria Sánchez Madrid, junto a quienes fueron integrando sucesivos Consejos de Redacción donde las decisiones eran tomadas tras complejos procesos deliberativos y no a golpe de algoritmo.

El confinamiento de la pandemia me hizo colaborar con “The Conversation” y la editorial Logos de Berlín ha publicado sendos libros con mis primeros artículos. También comencé a escribir artículos de prensa, que ya superan com creces el medio millar, contando mis colaboraciones con el Diario Vasco y Nueva Tribuna, medio que por cierto me acredita en la Berlinale y el Zinemaldi. Porque lo cierto es que soy un cinéfilo que gana su vida con la filosofía, justo al contrario de lo que sucede con Fernando Trueba, un auténtico filósofo metido a cineasta.

En esta vida lo único que cuenta son los afectos genuinos y no hay mejor fortuna que conservarlos a lo largo de los años

En suma, debo aconsejar creer que a uno le acompaña la buena suerte. Ayuda cuando menos a tener una memoria selectiva que recuerda los episodios más gratos y tiende a olvidar las cuestiones más traumáticas, un mecanismo que contribuye a nuestra supervivencia, como muestra sin ir más lejos el trato que dispensamos a la pandemia. No se trata de sepultar los recuerdos desagradables, pero de poco vale recrearse con ellos.

Confieso que he disfrutado de la vida e incluso he sabido dar el pego en la esfera profesional, cobrando fama de ser bastante trabajador, cosa que no suscribo, porque la intuición siempre ha predominado sobre mi memoria y he salido del paso sin acometer grandes empeños tremendamente laboriosos, como hace tanta gente a la que admiro por ello.

En esta vida lo único que cuenta son los afectos genuinos y no hay mejor fortuna que conservarlos a lo largo de los años. Las auténticas amistades logran superar todas las pruebas y el cariño es lo que confiere pleno sentido a esta vida. Los éxitos de cualquier tipo son más o menos transitorios. Los apostatas no creemos que Dios es amor. Más bien pensamos que amar en un sentido absolutamente amplio y polifacético es la característica más divina del ser humano.