Capicúas y pareados. La magia de los pequeños grandes placeres como pasear o conversar

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Desde siempre me han fascinado los capicúas. Hasta el punto de coleccionar cualquier cosa donde aparecieran. Podía ser un décimo de lotería, pero también un billete de metro (cuando se compraban todavía en pesetas) o una entrada de cine. Una fecha capicúa servía para elegir el inicio de un cine o celebraciones muy relevantes a rememorar. Ahí es nada cuando un cumpleaños hacía juego con el mes y el año. Esto lo convertía en una efemérides con mayor encanto. Entiendo que las cábalas hayan dado tanto juego y me gusta pensar que hasta el mismísimo Pitágoras compartía tamaña excentricidad. Los números tienen una magia muy especial, solo comparable a la de los acordes musicales. Resulta misterioso cómo la música responde a patrones numéricos y genera también figuras geométricas admirable. La naturaleza se deja conocer a través de las matemáticas, mientras que la música, como advirtió Schopenhauer, interpela directamente a nuestros afectos y emociones.

Con las palabras experimento algo similar. Admiro a los poetas y prosistas que dominan el arte de los pareados. Un pareado me seduce de suyo, aunque resulta algo chabacano, pace Quevedo y su “placer más descansado”. El refranero es una colección de sentencias ingeniosas que condensan la sabiduría popular en aforismos con rimas harto pegadizas: “El mejor pariente, el vecino de enfrente”, “A lo hecho, pecho”. “A caballo regalado no le mires el dentado”. La lista es interminable. Cuanto más breve sea la sentencia, tanto más efectista será. Por desgracia la demagogia más grosera también recurre a esta fórmula para fabricar sus perversas consignas: “Más muros y menos moros”. Pero un mal uso de algo tan hermoso no puede afearlo.   

Soy un adicto a los capicúas de muchas cifras y a los pareados cuya brevedad les haga tanto más eufónicos. Una manía como cualquier otra. Tengo para mí que la fascinación de los números, el hechizo de la música y la magia de las palabras logran espabilar nuestra intuiciones. De un modo similar a como también la despierta el encantamiento del sueño que recordamos en duermevela. Dejemos volar nuestra imaginación al escuchar música, leer o escribir y aplicando las matemáticas en el juego de ajedrez por ejemplo. Estas cosas deberían ser los vectores de nuestra formación vital, junto a esa filosofía que abarca todo cuando suscite nuestra curiosidad. A esto cabe añadir el hábito de pasear bajo los árboles y el conversar en la sobremesa compartiendo un buen vino. Son placeres tranquilos, como los que interesaban a Epicuro, y no requieren dispendios económicos que nos hagan contraer deudas con los bancos o trabajar para sobrevivir a duras penas.