La línea invisible para llenar Euskadi de dolor
He podido disfrutar de la serie española de televisión La línea invisible, compuesta por seis capítulos de unos 45 minutos de duración cada uno que en este año 2020 ha dirigido Mariano Barroso aprovechando un guión escrito por Alejandro Hernández, Michel Gaztambide, Natxo López y el mismo, basado en una idea de Abel García Roure, creador y productor ejecutivo del conjunto, todos ellos muy bien amparados por un solvente equipo de historiadores que les han asesorado, del que destaca especialmente Gaizka Fernández Soldevilla y que ha contado también con la aportación de José Antonio Pérez Pérez.
En mi artículo ‘El pasado invita, no determina: Manuel Montero y el oficio de historiador’, escrito para mi revista Insurrección, constaté a este respecto lo siguiente:
La historia, entendida como el pasado instalado en la comprensión de las sociedades, no determinó a los nacionalistas vascos a matar, la historia los invitó, y sólo algunos de ellos decidieron hacerlo y con ello llevar una lluvia incesante de plomo sobre el País Vasco, sobre España.
Y para Nuevatribuna escribí largo y tendido con motivo de mi lectura del libro Pardines. Cuando ETA empezó a matar, publicado en 2018 por Tecnos bajo la coordinación de Florencio Domínguez Iribarren y del propio Fernández Soldevilla. De esos artículos extraigo ahora algunas frases.
Los militantes de ETA decidieron usar la violencia porque llegaron a la conclusión de su utilidad, amparados en la creencia aranista de que “Euskadi era una patria ocupada por un extranjero”. La violencia era “la única arma al alcance de una nación oprimida”. Pero también hubo una consideración idealizadora del recurso a la violencia, paralela a la meramente utilitaria.
Entender la realidad del País Vasco como una realidad colonial y a ello unirle un sentimiento de revanchismo guerracivilista facilitó que la posibilidad de usar la violencia acabara por ser algo no posible sino plausible. Algo que terminaría por ocurrir. Y ocurrió. Pero hay que considerar que aquellas eran “condiciones necesarias, aunque no suficientes”. Eso sí, no hubo determinismo, pero tampoco casualidad. Hubo, reitero, multicausalidad. Como siempre.
No, el terrorismo vasco no fue inevitable. Pudo no haber tenido lugar.
Resulta evidente que, cuando Txabi Echebarrieta (“el primero en matar, el primero en morir”) escogió disparar en aquel día de primavera del año 68, como escribiera Fernández Soldevilla, “los etarras hicieron uso de su libre albedrío. Suya es la responsabilidad histórica.” La línea invisible nos muestra una historia en la que seres humanos, auténticos seres humanos, protagonizaron el comienzo de un terror que sólo hace muy poco tiempo, cincuenta años después, pareciera haber sido tragado por las brumas del pasado. (¿Sólo lo parece?)
He usado la expresión una historia en el sentido sencillo de una narración. Pero aquello fue, sí, historia, pasado. Un pasado discernido ya, aún, por los historiadores. Historiadores como Jesús Casquete, que, en Pardines. Cuando ETA empezó a matar, lo dejó bastante claro:
“Ya hemos dado cuenta de una dicotomía según la cual para su comunidad de memoria Echebarrieta es un mártir, para quienes prefieren centrarse en estándares morales, un asesino”.