'laVivareblicapú'

Grafitis diríamos ahora. Pintadas las llamábamos por aquel entonces...

Carrillo, ten cuidado, que te quieren matar el cerdo.

laVivareblicapú.

Grafitis diríamos ahora. Pintadas las llamábamos por aquel entonces, en aquellos años setenta, los de la agonía del Dragón y los del despertar tras tantas décadas de guerra civil, tantas. Así de sencillamente, pintadas.

Junto al paseo de la Chopera, en una de las calles interiores de la colonia del Pico del Pañuelo, el conjunto arquitectónico de los tiempos de la República diseñado en los años finales de la dictadura primorriverista, donde yo mismo vivía y aún todavía hoy vivo, en una de esas calles, digo, vi de la mano de mi madre siendo un chavalín eso de laVivareblicapú. Y como no recuerdo muy bien cuánto tiempo pudo estar allí, aunque sí creo que ya no estaba la siguiente vez que pasé por ese sitio, sólo o en compañía de otros, me voy a inventar, que para eso soy escritor, la historia de esa pintada. laVivareblicapú.

Luego ya, más adelante, intentaré recordar aquella otra pintada en la que salía Carrillo.

laVivareblicapú.

Reivindicar públicamente los años de la Segunda República o a la mismísima república así con todas sus letras tenía mucho mérito en los tiempos en los que el general Franco ejercía su dictadura personalista en todas las tierras de España. Mucho. Por eso, podemos disculpar ahora el entramado de pasatiempos con que un luchador antifranquista se atrevió a emborronar la blanca pared de la calle Enrique Trompeta. Una calle, por cierto, dedicada a un periodista que había fallecido en 1915 y recibió un entierro multitudinario en aquellos primeros años del siglo XX, aparentemente ajenos a lo que se le venía encima. Al siglo y al país de países que es España.

Pero no me aparto del tema. Ese valiente pintor de fachadas, ese grafitero avant la lettre, bien podía haber visto cómo sus huesos iban a parar al edificio de la Dirección General de Seguridad donde ahora reside el Gobierno de la Comunidad de Madrid y en aquellos años escenificaba el temor que sostenía a la dictadura sobre sus endebles huesos de carnicero decrépito, los mismos huesos que albergaban el cuerpo invicto del caudillo Francisco Franco Bahamonde, árbitro sideral de los ganadores de una guerra civil que parecía no tener fin por más que los años de la paz le sirvieran para apuntalar ante su propio espíritu irredento tanto su razón de ser como su anomalía de escrúpulos santurrones y de matarife.

laVivareblicapú era, claro, resultaba evidente, Vivalarepública. Viva la república. Viva el triunfo de la dignidad fusilada por décadas de autoridad inmoral cuya legitimidad se basa en la fuerza bruta de destruir a un enemigo al que se aborrece sin ambages. Viva la memoria de lo que no pudo ser porque fue asesinado.

Y yo sin saber nada de todo eso, claro, porque cuando paseaba con mi madre cerca de mi casa ella misma no fue capaz de explicarme eso que ponía en esa pared y yo tuve que recurrir a mi amigo Rafa y a su padre, que leía a Machado y leía a Miguel Hernández, Rafa, que una vez me puso la primera canción de Led Zeppelin que habría de escuchar en toda mi vida, años antes de que fuera el único de todos mis amigos a los que el Madrid seleccionó para jugar en uno de sus numerosos equipos de categorías inferiores, de chavales por hacerse. Viva la república. Ahora lo entiendo, debí decir cuando en casa de Rafa se me deshizo el galimatías que yo había leído sobre una fachada de una calle de mi barrio. ¿Y eso de la república, qué es? Y me lo explicaron, y yo lo entendí a la manera en que un niño entiende esas cosas. Poniendo a los buenos en un sitio… y a los malos enfrente, malcarados, turbios, torvos, demuymalahostia. Buenos y malos. Eso es un lenguaje fácil de entender. Un mundo hecho a la medida de los simples. Suficiente para mí por aquel entonces.

Dejemos al escritor de paredes de principios de los años 70 salir de la cárcel poco antes de que Franco agonizara en una cama de un hospital madrileño en medio de la esperanza irracional de algunos de que aquello no acabara mal y de la esperanza postergada de otros de que aquello acabara bien. Dejemos morir al dictador nacido en Galicia y criado en una España desbocada y hagamos que yo mismo crezca lo suficiente como para ir ya al instituto.

Carrillo, ten cuidado, que te quieren matar el cerdo.

Así, sin más, la frase parece tener poco sentido, pero si la pongo en contexto la cosa se va aclarando. Y si ya explico que era la respuesta a otra pintada que llevaba algún tiempo encima justo de donde apareció aquella mañana ésta a la que me refiero, pues todo acaba por quedar clarinete, como decíamos entonces.

Carrillo, ten cuidado, que te quieren matar el cerdo se refería, claro, a Santiago Carrillo, el dirigente comunista que había regresado, clandestinamente, eso sí, de su largo exilio aprovechando el deshielo promovido por los nuevos tiempos de transición buscados por tantos y auspiciados por aquel encantador de serpientes que era el ex ministro franquista Adolfo Suárez, el tipo que fue capaz de hacer lo más difícil y que se quedó en el intento de hacer lo que aparentaba ser más fácil, cuando en realidad lo que hizo fue mostrarnos a todos que lo difícil era la normalidad y lo fácil traer a la realidad lo que ya era la realidad. No sé si me explico. Bueno, que me enrollo. Carrillo. La pintada aquella, que estaba en la calle Embajadores a su paso muy cerca de mi casa, era una contestación a otra —era la respuesta a una muy franquista, muy trasnochada, muy de búnker— que bien podría haber dado el hijo de aquel que grafiteó en Enrique Trompeta aquel mayúsculo laVivareblicapú. Sí, mayúsculo, porque ahora que caigo en realidad lo que el presunto padre de nuestro pintor de la pintada sobre Carrillo había escrito en la pared del barrio de la Chopera donde está la colonia del Pico del Pañuelo era LAVIVAREBLICAPÚ. Así, en mayúsculas. En caja alta, como decimos los editores.

¿Y qué decía la primera de las pintadas, la que había dado origen a la que aludía al cerdo ese?

Pues muy sencillo, decía, también en caja alta, MATEMOSALCERDODECARRILLO, casi así de seguido, como si las palabras se atropellaran en el mismo torbellino mental de quienes querrían que la guerra civil que asoló España durante décadas fuera de verdad infinita, eterna, única y suya, de ellos, de los que sólo saben ganar guerras y vivir del cuento. De un cuento mucho más fúnebre que cualquier cuento, de un cuento que no tiene ninguna gracia. De un cuento muy distinto de este que acabas de leer que es más que un cuento la más pura realidad, es decir… Pura literatura, más creíble que lo cierto.