EL CINE QUE TOCARÁ TU CORAZÓN

“Urga, el territorio del amor”: el amor a lo desconocido

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Arturo Prins | @prinsarturo

Retomando clásicos cinematográficos de toda índole y nacionalidades, quiero dedicar una serie de críticas a obras maestras del cine, y que verán luz en mi canal de arte en Youtube: “ART 4U”. Hoy quisiera hablar de "Urga, el territorio del amor" (1991), un film ruso que se erige como un sobrecogedor drama que no sólo entrelaza la relación amistosa entre un pastor mogol y un obrero ruso, sino que además despliega ante nuestros ojos un tapiz cultural de contrastes y descubrimientos en los vastos dominios de la estepa mogola.

"Urga, el territorio del amor", comienza con una secuencia donde un jinete cabalga detrás de su mujer, otra gran amazona que le huye en forma de juego, la búsqueda-cortejo de su mujer para poseerla. Seducción primitiva, un juego consentido de caza, de los pastores de Mongolia; atrapar caballos, cabras, conducir ganados o dejarse amar de forma arrebatadora. Allí donde yacen, se clava una pértiga con lazo rojo llamada Urga, utilizada por los pastores nómadas de las estepas y que sirve para capturar los caballos.

Gombo, el pastor protagonista, junto a su familia, traza un estilo de vida nómada arraigado en una yurta, tienda circular típica de Mongolia, donde la felicidad se halla entre las asperezas de la naturaleza, las inclemencias del clima y la compañía familiar ante tanta soledad. Su encuentro fortuito con un camionero ruso llamado Sergei, que se ha perdido en el páramo por culpa de una avería en su vehículo, desencadena un diálogo revelador, tierno y amigable, exponiendo las brechas entre la vida rural y urbana, entre culturas y recursos económicos muy diferenciados.

La obra cinematográfica de Nikita Mikhalkov, laureada con el León de Oro en el Festival de Venecia de 1991, se erige como una elegante oda a la humanidad frente a la majestuosidad natural, a la hospitalidad y a los gestos altruistas en medio de la incertidumbre del desconocido, del extranjero.

Este film rinde homenaje a las vidas errantes, a la tenaz lucha del ser humano contra la soledad cósmica. En deuda con Akira Kurosawa y su magistral obra "Derzu Ursala" (1975), la película nos traslada a la vastedad de la estepa, explorando la transición de la vida nómada, a la sedentaria urbana; los desafíos de la ignorancia en cuestiones sexuales en un entorno de austeridad, y la amalgama de tradiciones en un mundo moderno.

Ángel Fernández-Santos, el famoso crítico cinematográfico, dejó una lúcida reseña allá por 1991 sobre este film, la cual cito: “Nikita Mikhalkov, sin alquimias seudo culturales, a veces incluso con tosquedad y elementalidad de estilo y lenguaje, transmiten con sencillez y a raudales emoción y amor por las gentes la vida humana en un rincón olvidado del planeta, como es la estepa de Mongolia, es más; qué ejemplar: es un severo toque de atención del que debe tomar buena nota el cine de Europa occidental, cada vez más perdido en enrevesamientos de intelectuales de segunda fila y concebido de espaldas a lo que en definitiva más importa: la lucha por la supervivencia de la especie humana, la alegría y el dolor que conllevan las pasiones primordiales, imperecederas, que están fuera de los vaivenes de las modas y de los modos: la identidad de los comportamientos humanos en un mundo cada vez más hostil a lo eterno y acosado por una epidemia de lo efímero. Cine para la gente y sobre la gente, que ha barrido aquí al cine de laboratorio y de despacho, hecho contra la gente”.

La travesía fílmica nos sumerge en paisajes insólitos de belleza estival o invernal, de soledad, desvelando las aristas más ásperas del ser humano en su lucha por subsistir en la estepa, donde el cazador nómada instruye a sus hijos en lecciones primigenias de supervivencia: cómo sacrificar un cabrito, desollarlo, desangrarlo y luego la mujer cocinarlo. Este contraste brutal, nos insta a reflexionar sobre los privilegios que hemos cosechado en la sociedad contemporánea, frente a la crudeza de quienes aún se aferran a la tierra, al fuego de la hoguera o al escaso recurso del agua.

“Urga, el territorio del amor” habla de la construcción de un hogar, de una familia en medio de la nada; de los problemas de la ignorancia, la dificultad de una educación sexual en lugares donde el hombre quiere poblar el vacío y la naturaleza más salvaje. Donde un esposo quiere fusionarse con su mujer, Pagma, que se lo impide, instándolo a comprar preservativos para no embarazarla, porque ya llevan tres hijos a cuestas. Gombo, no sabe de la existencia de ellos, por lo que su mujer le sugiere que vaya a la ciudad de Hulun Buir, a buscarlos a una farmacia.

La generosidad y el entendimiento mutuo entre Gombo y el extraviado Sergei, trascienden barreras culturales, cuando el pastor mongol acoge al extranjero en su hogar. Gombo no se plantea quién es Sergei o de dónde viene, sólo decide ayudarle espontáneamente, dándole de comer y techo para dormir en su propia yurta. El ruso, que se emborracha con el vodka que le ofrecen, en retribución, acompañará al pastor en una aventura en busca de preservativos y un televisor, que Pagma, su mujer, quiere que le traiga y así poder enterarse de la realidad, símbolos tangibles del cambio socio tecnológico que distancia al hombre de lo natural, o que lo salvaguarda. Aquí es cuando tomas conciencia de cómo hemos cambiado la sociedad, del nivel de confort en el que vivimos y lo profundamente alejados que estamos de la naturaleza; los hijos de Gombo y Pagma, juegan con grillos, la hija toca un acordeón mongol, todas estas cosas son unas rarezas extraordinarias y filmadas por Mijalkov como un observador impasible.

El tránsito a la ciudad revela nuevas problemáticas de convivencia, mientras nuestro protagonista se ve abrumado por las normas sociales ajenas, pasa profunda vergüenza en la farmacia porque no sabe cómo pedir unos preservativos; desiste en comprarlos y como un niño, decide ir a comprar golosinas o dar vueltas en un carrusel volador en una feria. Las cosas que nunca se pueden ver en el campo lo dejan totalmente hipnotizado. A lo largo del film, aparece ocasionalmente, un amigo alcohólico y excéntrico de la familia que los viene a visitar, ya sea en el campo o dentro de los pasillos de un hotel, montado a caballo, siempre vagando solo. Un jinete que cabalga entre la estepa y la urbe, agregando un matiz poético a la narrativa, sugiriendo que la esencia del campo aún puede pervivir en la ciudad; o que el artista tiene algo de jinete solitario, aventurero y transgresor.

“Urga, el territorio del amor”, también habla del espíritu emprendedor de los que salen a construir carreteras en el medio de la absoluta nada, el avance de la civilización sobre lo despoblado, o de cómo la amistad se genera sin concebirse, la cual se encausa en buenos y nobles gestos. Los mongoles te ofrecen todo lo que tienen, incluso, he oído leyendas, cuando estuve en Mongolia hace dos años, de que es un acto de cortesía que fecundes a sus mujeres como signo de hospitalidad, así dejar un vástago con nueva sangre y romper la endogamia que se da en estos latifundios.

¿Qué nos deja en el recuerdo esta película? Que el ser humano es bueno cuando está muy aislado, porque entiende sus carencias o la de otros y las compensa en abundante hospitalidad con todo lo que tienen. La espontaneidad de los corazones orientales que ya poco temen, porque viven en una fortaleza continua, enfrentándose a la naturaleza, lindando con la muerte o la supervivencia, de hecho, en el film, el padre de Gombo, que ha fallecido hace unos meses, está descomponiéndose al aire libre, donde los buitres se lo comen de a poco. Al descubrir esto, el ruso corre espantado. Gombo, tranquilizando a Sergei, le explica que así su padre puede viajar al cielo.  

La otra gran fuerza del film es la presencia de la yurta, que emerge como un símbolo conmovedor de refugio ¿Y qué representa una tienda como última morada de viaje por el cosmos terrestre? Una casa en círculo, un mandala. Un centro de fuego, estufa-hogar, combustión de alimentos en camas o planetas circunvalantes. Humanos que giran en derredor, durmiendo, sentados, recibiendo lumbre y cobijo; comer, beber, amar y reposar de los fríos esteparios. Una claraboya, bóveda celeste, deja escapar una chimenea que lanza humos al infinito, y desde allí, precisamente, se nos puede ver, como vapores en el desierto, barcos a la deriva en un mar de pastizales o nieve infinita.