Una revolución improbable y necesaria

Feijóo en una imagen de archivo.
España se merece otra derecha. Una derecha que rompa amarras con la tradición autoritaria.

Necesitamos tu ayuda para seguir informando
Colabora con Nuevatribuna

 

A mediados del verano de 1933, cuando el periodo reformista republicano llegaba a su final, Azaña escribía unas páginas tan hermosas como llenas de temores y presagios. Tras repasar sucintamente los últimos ciento cuarenta años de nuestra historia, decía: “Una de mis angustias personales más profundas durante estos dos años y medio de gobierno, venía de ponerme a considerar si todo aquello que nosotros estábamos haciendo, si todo lo que el país español estaba realizando y esperando, si toda esta etapa de gobierno, no sería, al fin y al cabo, en la historia española, más que uno de tantos islotes como de vez en cuando han aparecido en la política de España y después han quedado rodeados por todo el oleaje de las bajas pasiones, de las miserias nacionales y de la decadencia pública, para quedar como un recuerdo en la historia española…” Pensaba esto Azaña después de gobernar bajo la presión de una clase trabajadora hambrienta y, sobre todo, de la obstrucción constante de la oposición, oposición que se haría todavía más intransigente con la aparición de los partidos católicos ultraderechistas: la CEDA y Falange.

Existió en aquella ocasión la oportunidad de crear una derecha auténticamente democrática, una derecha que, dirigida por Alcalá Zamora, Miguel Maura o Sánchez Román, hubiese aceptado el juego democrático y defendido sus creencias sin violentar la estabilidad del régimen. La fórmula no llegó a cuajar y en su lugar los reformistas republicanos tuvieron que vérselas con una oposición antirrepublicana, antigua y violenta que en su fuero interno –como afirma el profesor González Calleja- deseaba acabar con un régimen establecido sin violencias por la voluntad del pueblo español. Anteriormente, durante la Restauración, también se pudo formar una derecha democrática, una derecha dirigida por hombres como Sánchez Guerra, Villanueva, Melquiades Álvarez o el alicantino Chapaprieta. No cristalizó porque el creador de la Restauración monárquica, Antonio Cánovas del Castillo –aquel que quiso poner como primer artículo de la Constitución eso de “Es español quien no puede ser otra cosa”- ideó un sistema cuya base principal era el turno pacífico en el poder de dos partidos, el liberal y el conservador, mediante la manipulación del voto y la corrupción sistémica.

Ya en nuestro tiempo, Adolfo Suárez tuvo en sus manos, con Abril Martorell, Fernández Ordóñez, Senillosa, Satrústegui, Herrero, Pérez Llorca, Alberto Oliart y otros muchos, la oportunidad de imprimir un carácter profundamente democrático a la derecha española, un sesgo que se desprendiese para siempre del lastre oligárquico, autoritario y reaccionario que la historia había impuesto en España a esa ideología. Su partido, la UCD, estalló por los aires, no por las mociones de censura socialistas, sino por el entramado de intereses contrapuestos que albergaba. Por su parte, las derechas nacionalistas tenían una larga aunque teórica tradición democrática, pero que, pese a los intentos encomiables de Jordi Pujol, no fructificaron en un entendimiento transparente con la derecha estatal.

España se merece otra derecha. Una derecha que rompa amarras con la tradición autoritaria

Tras muchos intentos baldíos, Manuel Fraga -hombre devoto de Franco- encontró en Aznar al hombre providencial. Con su ascenso a la jefatura del Partido Popular, éste se fortaleció y se disciplinó en torno a un líder que tenía poco de carismático, pero mucho de frialdad, habilidad manipulativa y rencor. Desde que llegó a la política nacional –antes algunos medios habían abonado el terreno con la corrupción socialista y los GAL- la derecha española recuperó su tradicional talante, regresó, poco a poco, a la caverna, y surgió, como por arte de magia, la política de la crispación, la intolerancia y el desprecio al contrario ideológico: en la oposición, en el Gobierno y de nuevo en la oposición. Aznar, testarudo y pertinaz, tenía un proyecto en la cabeza: “España, lo único importante”. Se olvidaba de que su España no es la España de otros, que hay muchas concepciones de lo que es y puede ser España, que España importa menos que los ciudadanos que la habitan, que su voluntad. De este modo, Aznar consiguió romper con los usos que había intentado imponer Adolfo Suárez y regresó al pretérito imperfecto. Para ello contó y cuenta con un grupo de fieles que besaban sus pies - Zaplana, Acebes, Rodríguez, Ayuso, Feijóo, Arenas, Aguirre- y piensan que la política consiste en cocear, gritar y amenazar. Caiga quien caiga, lo que caiga.

España se merece otra derecha. Una derecha de la que formen parte alguno de los actuales dirigentes del PP y otros que no lo son, una derecha que mire a Europa, a Schuman, Adenauer, Madariaga, Miguel Maura, Koln, Chirac, Ruiz Giménez, Merkel o el primer Suárez. Que rompa amarras con la tradición autoritaria y se inspire menos en los políticos ultramontanos que habitan la Casa Blanca y sus aledaños. Por suerte, no estamos en 1936, las cosas van medianamente bien, pero no sé cuánto tiempo puede aguantar un país el odio que rezuma por la boca de algunos “hombres públicos” que piensan que el país se hizo a su imagen y semejanza, que es de su propiedad.