Jueces de parte

Sala Segunda del Tribunal Supremo.

Necesitamos tu ayuda para seguir informando
Colabora con Nuevatribuna

 

Es justo reconocer la dificultad enorme que entraña la profesión de juez, ejercer la judicatura, como la medicina o la educación de los niños no son tareas mecánicas que puede desempeñar cualquiera. Es menester para ello tener vocación, una excelente preparación y una capacidad de sustraerse a los hechos muy por encima de la que tenemos la mayoría de los ciudadanos. No creo en la objetividad, es imposible que como seres humanos que somos, con una educación predeterminada que nos predispone ante ciertos hechos, podamos encontrar ese espacio neutro en el que desenvolvernos como si fuésemos el fiel de una balanza, sin embargo, se debe tender a ello y el juez, en este caso, debería por lo menos intentarlo. Ya sabemos que todos, incluso quienes lo niegan, tenemos una carga ideológica de la que es difícil desprenderse, pero cuando alguien ha decidido ejercer de juez y ha llegado a ese cargo, tendría forzosamente que dejar sus ideas en el perchero de la sala y atender a la razón que ilumina lo justo.

La justicia española es heredera del franquismo. Los jueces del Tribunal de Orden Público pasaron directamente a ese organismo extraño llamado Audiencia Nacional, muchos de los que ejercieron la represión a la carta que exigía la dictadura continuaron en sus puestos después de que la Constitución fuese aprobada. Empero, es justo reconocer que pese a esa tendencia ultraconservadora predominante en la judicatura, en los últimos años se han incorporado muchos jueces por méritos propios que, en teoría, no tendrían que estar contaminados por la saga familiar o por el entorno. Quiero decir con eso que hoy en día la mayoría de las sentencias cotidianas que salen de nuestros juzgados pretenden ser justas y en muchos casos lo consiguen, otra cosa muy diferente es que la dilación en el tiempo de los procesos judiciales terminen por dejar sin valor sentencias que dictadas a tiempo habrían solucionado muchos problemas, pero parece que ningún gobierno ha sabido o querido afrontar ese problema que está minando la credibilidad en la Justicia.

Empero, en las altas esferas judiciales encontramos una situación bien diferente dominada casi por completo por jueces de ideas muy conservadoras que apenas las disimulan y que no dudan en tomar partido ideológico cuando la situación lo reclama. Prueba irrefutable los más de cinco años que los vocales del Poder Judicial han permanecido en un puesto que no les correspondía por razones estrictamente ideológicas y pecuniarias: les habría bastado con dimitir el mismo día en que caducó su mandato y regresar a su anterior puesto de trabajo, ninguno se iba a quedar con una mano delante y otra detrás. La actuación del juez Carmona, de los instructores Alaya y Peinado y la del magistrado Llarena no son más que muestras notables de un poder que no funciona con arreglo a las leyes, a la independencia del poder que representan en cada una de sus actuaciones, sino más bien como jueces con una implicación muy clara en el proceso político.

Como es sabido de quienes leen mis artículos -gracias a todos-, no simpatizo con Carles Puigdemont, me parece un personaje político lamentable de una talla tan baja que me costaría mucho distinguirlo de otros que ondean banderas en principio opuestas pero igualmente cerriles. Puigdemont vive pendiente de la historia, de pasar a ella, al menos a los libros que manejen sus acólitos, con letras mayúsculas, como un personaje al que dentro de años llevarán flores a la estatua de resina que probablemente se erija en su honor en algún punto de Barcelona o Girona: Galbis, Casanova, Puigdemont. No va más. Pero independientemente de mi opinión personal, hay algo que no cuadra en la actuación de los jueces, en este caso del llamado Llarena. Si después de siete años desde la ridícula fuga del líder convergente, de decenas de autos reclamando su extradición a países como Suiza, Bélgica o Alemania no ha obtenido respuesta positiva, es que estamos ante una de estas alernativas: la primera sería que es un mal juez que no sabe hacer su trabajo, la segunda que los delitos por lo que demanda su presencia ante la justicia española no existen en los países a donde dirigió sus requisitorias, la tercera, que Europa odia a España, cosa que si consideramos la cantidad de dinero que estamos recibiendo desde la pandemia queda descartada radicalmente. Descartada esta última posibilidad, todo se reduce a las dos primeras, que son concomitantes puesto que es incompetente aquel que pide a un país la extradición de una persona por un delito inexistente en el país de residencia. Por último, cabría otra posibilidad, que el mencionado juez actuara también como juez y parte.

Si hoy o mañana Puigdemont aparece vestido de buzo en el Parlamento Catalán o en el Tibidabo y es detenido por una orden de Llarena, el juez que hizo un ridículo espantoso en Europa en sus sucesivas demandas de extradición rechazadas, también pasará a la historia de la participación de los jueces en asuntos políticos para los que son incompetentes. Se paralizaría la investidura de Illa, se darían nuevos argumentos a los independentistas para retomar su lucha mesiánica y, con toda probabilidad, se daría un paso decisivo para la convocatoria de elecciones generales antes de las próximas navidades. ¿Es esa la intención de Llarena? ¿Lo es la del juez Peinado al abrir una causa general para ver si Begoña Gómez se fue algún día sin pagar de un restaurante aprovechado el barullo? Difícil asegurarlo cuando todo se mueve en las tinieblas de las malas intenciones, de la intenciones aviesas que no tienen por fin el ejercicio ecuánime de la justicia, sino contribuir a acabar con un gobierno antiespañol que está dispuesto a cargarse la patria por un bocadillo de chorizo.

Es menester que los jueces dejen de tomar partido, de actuar para favorecer una determinada opción política, siempre la más conservadora

Dice el Sr. Sánchez ante la persecución iniciada contra su mujer sin pruebas ni indicios fundados, que él sigue creyendo en la justicia. Yo también, menos cuando veo que un juez ordena que vayan cuarenta antidisturbios a expulsar de su casa a una vieja que tiene allí toda su vida porque el edificio en el que vive lo ha comprado Black Stone o la familia Aguirre para hacer viviendas turísticas; yo también, menos cuando no veo a ningún juez actuar de oficio contra quienes lanzan una y otra vez infundios, bulos y mentiras de toda clase y luego procesan y condenan a cárcel a un rapero por cantar las letras que quiere en uso de su libertad de expresión; yo también, menos cuando ves lo fácil que es procesar a alguien por protestar ante la represión policial desmesurada y lo difícil que es que se investiguen a quienes abusan de su cargo, normalmente en beneficio propio.

La Justicia es un poder fundamental del Estado, entre otras cosas porque tal como está montado nuestro ordenamiento constitucional son los jueces quienes tienen la última palabra en casi todas las cuestiones. Es necesario abrir de par en par las puertas de ese poder, que entren jueces y magistrados enamorados de su profesión, con la ideología que sea pero dispuestos a olvidarse de ella mientras despeñen su cargo. Es menester que la justicia, sobre todo la que afecta a los más poderosos, no sea casi siempre de parte y que los jueces dejen de tomar partido, de actuar para favorecer siempre una determinada opción política, siempre la más conservadora. Del mismo modo, es urgente que se dote de medios a los jueces para que ningún juicio pueda dilatarse más de un año, porque pasado ese tiempo sus sentencias dejan de tener el valor reparador que les debería ser inherente.

Desde hace años vivimos una verdadera batalla entre un amplio sector de la judicatura y el Gobierno central. No es algo subterráneo, que se mueva en conciliábulos, almuerzos de trabajo o palcos del Bernabeu, es algo que vemos todos los días en los periódicos, en las redes y en el aire, y ese, nunca puede ser el papel de sus Señorías en una democracia, porque es el propio de regímenes dictatoriales.