MERCADO DE LA VIVIENDA

La vivienda en el contexto de la economía parásita global

Necesitamos tu ayuda para seguir informando
Colabora con Nuevatribuna

 

«Porque a cualquiera que tiene, se le dará y tendrá más; pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado.» (Mateo: capítulo 13, versículo 12) 


El High Line Park de Nueva York es un parque público elevado situado en el lado oeste (West Side) de Manhattan, muy cerca de la ribera del río Hudson. Es la sección que queda de la línea elevada de la West Side Line de la extinta compañía de ferrocarriles New York Central Railroad. Este ferrocarril era el encargado de transportar todo lo necesario para que el centro de producción y distribución de carne de la Gran Manzana funcionase a diario (de ahí el nombre de «Meatpacking District» con el que se conoce esta zona, o sea, distrito del empaquetado de la carne). La antigua vía ferroviaria de 2,33 km en desuso desde 1980, cuando entró en servicio la autopista, se convirtió en una pasarela verde elevada por iniciativa ciudadana en los primeros años del presente siglo. En las décadas previas que dieron cerrojazo al siglo XX, el antiguo barrio de la carne no era un lugar de Manhattan donde la gente quisiera vivir, pero una serie de carambolas que se concitaron en los albores del nuevo siglo, incluida una política de tolerancia cero algo discutible desde el punto de vista ético e incluso legal implantada por el alcalde Rudolph Giuliani, lograron el cambio. Coincidiendo prácticamente con la apertura del High Line Park el Meatpacking District se convirtió en un barrio trendy, es decir, de moda, donde incluso ricos magnates del mundo tecnológico más vanguardista y del diseño de ropa quisieron instalarse. La famosa y rica diseñadora Diane Von Fustenberg fue de las pioneras del 1% en adquirir un lujoso ático en la zona, vacío casi siempre, porque ella vive en su granja de Connecticut. 

Mal que les pese a los fervientes adoradores del texto constitucional la vivienda es un activo financiero en el vigente capitalismo global

Los inmuebles del Meatpacking District son de los más caros dentro de lo cara que es en general Manhattan. Desde un cierto punto de la High Line a la altura de la Décima avenida uno puede ver a un lado un edificio de casi un siglo de antigüedad, en el que se puede leer un cartel que anuncia «2 and 3 beds apartments to rent», es decir, pisos de dos y tres camas; lo que no quiere decir que sean de dos o tres dormitorios, sino que cuentan con el espacio justo para que quepan ese número de camas, literalmente. Algo así ronda los mil dólares de renta, techos con goteras y cañerías centenarias incluidas; pero es una ganga. Desde el mismo lugar, al otro lado de la avenida, ubicado muy cerca del río, se alza el edificio conocido como The Edge, un imponente rascacielos de cristal de 345 metros de altura y un centenar de pisos, donde solo los que se encuentran en la cúspide de la pirámide económica pueden aspirar a habitarlo, pues sus pisos alcanzan precios de varios millones de dólares. 

Esos dos edificios, uno en frente del otro a unas decenas de metros, componen una potente representación de la desigualdad imperante en el mundo desarrollado en su versión inmobiliaria. Una prueba, extraída del corazón de la capital del imperio norteamericano, de que el problema de la vivienda afecta, con mayor o menor gravedad, a casi todas las ciudades de una cierta magnitud de lo que identificamos como el mundo occidental. Un problema que, sobre todo, padecen los jóvenes con niveles de ingresos más modestos. El ejemplo que he traído aquí me fue mostrado por una guía veinteañera aspirante a actriz que nos hizo de guía a mi mujer y a mí junto con otros turistas en una reciente visita a la ciudad de los rascacielos. Esta joven se consideraba a sí misma afortunada por pagar 1400 dólares por un estudio en Chinatown, aunque, eso sí, desde que llegó a Manhattan había tenido que cambiar de piso cada año debido a la presión de los precios, en incremento cada vez más acelerado por el imparable proceso de gentrificación. El equivalente en España nos lo ofrece un amigo mío profesor de instituto que tuvo que irse de Málaga, una de las ciudades más afectadas en nuestro país por el susodicho proceso, porque le duplicaron el alquiler del apartamento en el que vivía de un día para otro, lo que suponía tener que dedicar más de la mitad de su sueldo a la vivienda.

He aquí un problema material y concreto que afecta a la vida de las personas del que por fin se empieza a hablar en los medios y en los foros políticos de nuestro país. Para ser justos, hay que reconocer que ya tomó cartas en el asunto el gobierno en la anterior legislatura, no sin tener que lidiar con ciertas tensiones internas debido a los diferentes planteamientos de sus integrantes a la hora de proponer soluciones al asunto. Al final salió adelante el mecanismo de las zonas tensionadas, que sin embargo apenas se ha aplicado por estar en manos del partido de la oposición la política de la vivienda en la mayoría de los territorios de las comunidades autónomas. Sí se hizo en Cataluña, y acabamos de saber –según declaraciones de la consejera del ramo– que, desde que se aplicó la medida en marzo, en las zonas declaradas tensionadas de 140 municipios el alquiler medio pudo bajar hasta un 5%. 

Sea como fuere, demos la bienvenida gozosamente al debate público sobre el problema de la vivienda. Parece que, por fin, quienes hasta hace dos días a este respecto solo abrían la boca para alarmar sobre el inminente apocalipsis okupa, empiezan a ser congruentes con su tan cacareado constitucionalismo y a reconocer lo que la Carta Magna dicta en su artículo 47, a saber: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos». ¿A que es muy fuerte?

Las autoridades autonómicas del PP defienden el mito del libre mercado a capa y espada mostrándose extremadamente sensibles ante cualquier medida que ellos consideren un ataque contra la propiedad privada

Cuando se dice que todos los partidos son iguales, cuando descendemos al nivel concreto de qué se propone para solucionar los problemas como este de la vivienda, nos tropezamos con las diferencias, las cuales hunden sus raíces en los diversos principios en los que se basan sus propuestas, y que tienen que ver con sus respectivas ideologías. El triunfo de la derecha en el tiempo presente reside justamente en convencer a una parte significativa de la ciudadanía de que lo que propone el Gobierno está equivocado por venir de un planteamiento perversamente ideológico, mientras que las propuestas del PP se encuentran inspiradas en la verdadera ciencia económica, no en la ideología. Una falacia que no es la primera vez que aducen para descalificar todo lo que pueda provenir del gobierno progresista (léase mi artículo Conjurando al fantasma de Milton Friedman: paradigmas económicos e historia política). 

Lo que no admite discusión a la luz de lo que unos y otros apuntan como posibles soluciones al problema en cuestión es que quienes forman el Gobierno están interesados en regular, y por tanto en limitar el poder, de los que poseen los inmuebles para imponer los precios que quieran a los que los necesitan (que acierten a la hora de dar con la forma de hacerlo es otra historia). Por su parte, las autoridades autonómicas del PP defienden el mito del libre mercado a capa y espada mostrándose extremadamente sensibles ante cualquier medida que ellos consideren un ataque contra la propiedad privada. Quiere decirse que para la derecha liberal cualquier solución al problema de la vivienda pasa no tanto por la intervención del Estado –que convocaría a ese terrorífico monstruo del intervencionismo– como por incentivar adecuadamente a los que mueven los hilos del mercado de la vivienda para que, aunque puedan hacerlo (porque eso no entra en cabeza neoliberal que se les pueda impedir), no suban los precios (a este respecto, qué enternecedoramente naif el llamamiento ministerial a los caseros para que sean solidarios); y sería bajándoles impuestos, claro está, es decir, pagándoles entre todos lo que dejen de ingresar. Como se ve, tan ideológico es un planteamiento como el contrario, porque efectivamente, como en tantos otros asuntos de esta índole –o sea, políticos– hay que escoger de qué lado se pone uno, en congruencia supuestamente con su sistema de valores.

La ley del mercado, esa famosa regla dorada de la oferta y la demanda, dicta que para reducir los precios de una mercancía hay que incrementar su oferta. Según esta lógica hay que admitir que una casa es una mercancía, y no un derecho como establece nuestra Constitución. Eso es lo que proclaman los representantes del PP y sus voceros mediáticos: hay que construir más pisos. 

Pero ¿y la burbuja inmobiliaria de hace décadas cuyo estallido se produjo de la mano de la crisis financiera de 2008? Se construyeron millones de viviendas en una década. Solo ganaba China a España en furor constructor, y sin embargo el precio de las viviendas no hizo sino crecer y crecer junto con el número de casas vacías. Eso sí, la compra entonces era posible porque los bancos estaban dispuestos a conceder hipotecas a todo el mundo; el endeudamiento disparatado de las familias permitió entonces lo que ahora les resulta imposible. ¿Será que la ley de la oferta y la demanda no es tan infalible como la de la gravedad? ¿Será que hay quien, por prejuicios ideológicos, la tiene por un dogma inquebrantable que, curiosamente, sirve a unos ciertos intereses de clase? 

Nos enfrentamos a un cisma generacional. Los mayores, que con tanto esfuerzo ahorraron para tener su casa, no quieren que el bien que es su depósito y legado familiar baje de precio, sino que se revalorice

El otro sacrosanto dogma de la derecha neoliberal es el de la propiedad privada. Sobre todo, y en lo referente a la vivienda, en nuestro país, donde hace décadas en pleno franquismo se promovió la España de los propietarios para tapar a la de los proletarios. Guiado por este lema el Estado levantó con dinero público siete millones de viviendas entre 1951 y 2015. En la actualidad todas ellas pertenecen a patrimonios privados (incluidos los 1860 pisos públicos que Ana Botella vendió a un fondo buitre), porque, de acuerdo con este planteamiento ideológico, lo público no tiene nada de sagrado. De hecho, es muy común extraer de él renta para beneficiar a los patrimonios privados; no otra cosa son las reducciones fiscales tan queridas por los defensores de la ortodoxia económica o los rescates a la banca en momentos críticos u otros así llamados incentivos a la inversión que poco o nada tienen que ver con el mito del libre mercado. Fue ese absoluto sometimiento al dogma de la propiedad privada lo que llevó, tras el estallido de la burbuja inmobiliaria y el rescate al sector financiero, a no asumir las carteras inmobiliarias de las cajas para dotarse de una oferta pública. Se prefirió buscar a nuevos inversores a los que se vendió esos activos a un precio de saldo. Más propiedad privada a costa de rapiñar el bien común.

El caso es que ahora nos enfrentamos a un cisma generacional. Queda plasmado en las estadísticas que aporta la encuesta financiera de las familias del Banco de España: la riqueza de los hogares de personas de 40 años y de las de 70 años era similar hace veinte años con un valor patrimonial mediano de unos 150.000 euros para los dos grupos de edad. Ahora, en 2024, los hogares más jóvenes son mucho más pobres (su patrimonio mediano es la mitad que entonces: 75.000 euros), mientras que los hogares de 70 años son más ricos (225.000 euros). 

‌Los jóvenes se tropiezan con serias dificultades para tener un sitio donde vivir y, por ende, para poder definir su propio proyecto vital, con los efectos añadidos que ello tiene sobre la evolución social y demográfica de este país, amén de su deriva política que conlleva un preocupante componente de desafección democrática. Los mayores, que con tanto esfuerzo ahorraron para tener su casa, no quieren que el bien que es su depósito y legado familiar baje de precio, sino que se revalorice. No les conviene que se abarate, aunque eso suponga bloquear el acceso a la vivienda de las nuevas generaciones. ¿Cómo podrían éstas acceder a ella si los datos nos dicen que los precios de los pisos suben el doble de los salarios de los más jóvenes? 

Mal que les pese a los fervientes adoradores del texto constitucional la vivienda es un activo financiero en el vigente capitalismo global. Lo es en Nueva York y lo es en Málaga. Ahora más que nunca, sobre todo en las ciudades que se hallan sometidas a la presión alcista que supone la dedicación de un contingente no menor de inmuebles a alojamiento turístico. La realidad demuestra que no tienen que ocuparse las casas para que no paren de revalorizarse. De hecho, sabemos que en nuestro territorio hay muchas viviendas vacías, aunque no se sepa con certeza el número. La inversión inmobiliaria en España es un refugio global, además de ser atractiva por lo que tiene de condición de resort, en un país seguro y rentable.

He aquí una más de las batallas que la democracia liberal está perdiendo. Los gobiernos democráticamente elegidos se muestran incapaces de plantar cara en defensa del bien común a los grupos de presión neoliberales

En un tiempo fue la posesión de la tierra la que marcaba la diferencia de clases y la que otorgaba el poder a una oligarquía terrateniente y aristocrática. La ideología estamental con un fuerte componente religioso mantuvo durante siglos la justificación de un orden que albergaba tamaño grado de desigualdad e injusticia social, y que permitía la defensa de los intereses de su oligarquía. Hoy padecemos los efectos de un proceso del que nos advirtió Thomas Piketty hace años en su libro El capital en el siglo XXI. Por primera vez de una manera que la investigación económica trascendió el ámbito académico para donar su conocimiento al público no especialista, un economista acudía a los datos históricos y empíricos, más allá de las abstractas ecuaciones de la economía neoclásica ortodoxa que desprecian la realidad concreta de las vidas de las gentes, para poner ante nuestros ojos la evolución de la dinámica de la distribución de la riqueza. El panorama reflejado apuntaba a un crecimiento de la desigualdad imparable que iba de la mano de una creciente irrelevancia política del valor de la justicia social. Este proceso entonces denunciado y actualmente obscenamente evidente (al último informe de Intermón Oxfam y al contundente artículo de Juan TorresDemasiado ricos y egoístas para que el mundo vaya bien me remito) se correlaciona año tras año de forma insoslayable con la crisis de la democracia liberal. Lo cual tiene todo el sentido desde el punto de vista de la genealogía histórica de la democracia moderna como advierte el economista estadounidense Michael Jackson en su libro Matar al huésped. Cómo la deuda y los parásitos financieros destruyen la economía global publicado en castellano en 2018. En él se deja claro que la lucha política de los siglos XVIII, XIX y primeros dos tercios del XX estuvo dirigida a «liberar las economías de la influencia de terratenientes, monopolistas y “coleccionistas de cupones”, que vivían de bonos, acciones y bienes raíces (en gran parte heredados)». No cabe duda de que hemos retrocedido en las últimas cuatro décadas en ese camino de liberación, como Piketty apuntó en su día al prevenirnos del regreso del rentismo y Hudson demuestra en su libro. La principal diferencia entre hoy y aquellas economías postfeudales –como sentencia Hudson– «es que ahora el interés que se paga al sector financiero ha sustituido a la renta que se pagaba a los terratenientes feudales».

Un elemento muy importante de ese retroceso –que es el re-empoderamiento, si se me permite la expresión, de los muy ricos, particularmente de la oligarquía financiera– es justamente eso que Hudson llama los «bienes raíces» (en inglés, real estate), que junto con los seguros (inssurance) y las finanzas componen el sector FIRE (Finance, Inssurance, Real Estate), es decir, esa simbiosis de ámbitos de la economía parásita del trabajo a través de la generación de deuda que asegura «una oportunidad para el autorreparto (self-dealing)» dentro de la exquisita minoría que componen los ungidos por el capital. Por eso la crisis de 2008, en la que se puso en evidencia la fragilidad del triunfante orden neoliberal global afectó prácticamente de consuno a esos tres sectores, siendo su detonante –no se olvide, y tiene su lógica según lo expuesto– la crisis de las hipotecas subprime asociadas a la burbuja inmobiliaria; es decir, otra vez la vivienda como activo financiero clave.

Nada efectivo se ha resuelto desde entonces para que la vivienda se libere de ese círculo vicioso de la economía parásita orientada hacia la satisfacción de los intereses de la oligarquía rentista. He aquí una más de las batallas que la democracia liberal está perdiendo y que contribuye a su alarmante descrédito. Hoy por hoy los gobiernos democráticamente elegidos se muestran incapaces de plantar cara en defensa del bien común a los grupos de presión neoliberales (en absoluto democráticos). Son esos grupos los que ganan cuando logran promover el favoritismo fiscal a través de la retirada de los impuestos de las finanzas y de los bienes raíces, desplazando la presión fiscal hacia el trabajo y los consumidores (¿hay un impuesto más regresivo que el del IVA?), reduciendo las infraestructuras públicas, recortando el gasto social y poniendo a los administradores rentistas a cargo del Estado.