viernes. 03.05.2024
Díaz Ayuso, en la toma de posesión de Joaquín Leguina como nuevo presidente de la Cámara de Cuentas
Isabel Díaz Ayuso y Joaquín Leguina en la toma de posesión como nuevo presidente de la Cámara de Cuentas

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No tengo nada en contra de que la gente evolucione. Al contrario, sin la continua puesta en cuestión de nuestros propios planteamientos jamás avanzaríamos. Nos ha ocurrido a todos ser en el pasado más esto o más lo otro de lo que ahora somos y, con suerte, podemos mirar con satisfacción la manera en que hemos corregido nuestros propios errores.

Lo que pasa es que todo tiene límites, y condicionantes, y consecuencias. Y cuando vemos en el panorama nacional lo que se nos vende como “evolución” de ciertas personas uno no puede menos que preguntarse si también en este terreno del cambio personal vale todo. El ejemplo más fácil sería el espectáculo de un ex dirigente comunista como Ramón Tamames convertido en el protagonista de la ópera bufa de una moción de censura de la ultraderecha. Si se tratara solo de él, es probable que muchos de sus ex compañeros nos aportaran muchas explicaciones más concretas, pero es que no se trata de un caso aislado. En España se ha convertido casi en lugar común ver a gente que se decía ubicada muy a la izquierda que de pronto “se cae” por la derecha y a algún que otro ultraderechista convertido en anarco y revolucionario, como decía don Manuel Azaña

Veo al señor Leguina jurar “por su conciencia y honor” su nuevo puesto y me pregunto si no va siendo urgente cambiar la fórmula de juramento de los cargos públicos

Y me atrevo a afirmar que es otro síntoma del deterioro de la vida pública y del deterioro de la vida intelectual. Porque estamos hablando de personalidades públicas. De personas que en algún momento de su trayectoria libremente eligieron el camino de intervenir en la sociedad ya fuera con su acción o con su opinión, y que al hacerlo optaban por defender un siempre respetable conjunto de opiniones con una batería de argumentos. Ver de pronto a esas personas, algunas de las cuáles contribuyeron a formar el criterio de generaciones enteras, defendiendo con el mismo vigor exactamente lo contrario de lo que habían defendido siempre produce -en quien la tenga- una vergüenza ajena casi insoportable.

Lo mismo que defiendo desde el principio el derecho de cualquiera a evolucionar, defiendo que cuando esa evolución lleva a alguien a darse la vuelta y correr en sentido contrario contra su propia vida, el más elemental respeto a la decencia impondría el silencio. Si un día yo descubriera que siempre he estado equivocado, que todo lo que he dicho desde la tarima y desde el papel no era más que un descomunal error, me sentiría desautorizado para seguir argumentando en ningún sentido, porque quien, según parece, tanto se ha equivocado, no puede reclamar autoridad para defender nada. 

Claro que también cabe la posibilidad de que no haya habido un cambio de opinión, sino de intereses, y de que nunca haya habido verdadera opinión. No lo sé. Me pregunto muchas cosas. Veo al señor Leguina jurar “por su conciencia y honor” su nuevo puesto y me pregunto si no va siendo urgente cambiar la fórmula de juramento de los cargos públicos. 

La evolución